Aina (44)
« De novios éramos felices con vivir al día. Tal para cual. No éramos responsables más que de nosotros mismos. No teníamos miedo…éramos jóvenes. Pasaron 7 años y lo típico, nuestras madres empezaron a reclamar nietos…‘Se te está pasando el arroz’, me decían mis ‘amigas’ ya casadas… Supongo que las convenciones sociales que inevitablemente todos heredamos de las generaciones precedentes dejan su huella.
Jordi, mi novio, era un ‘bala perdida’, como decía su padre. Y a mi me atraía ese sentido aventurero de la vida, su actitud rebelde y contestaria (la que yo hubiera querido tener y no me atrevía a mostrar en mi casa). Lo cierto es que tenía todas la virtudes (y defectos) de mi padre. Mi madre me decía que «entrará en cintura, el matrimonio siempre pone las cosas ‘en su sitio’».
Una vez casada, se destapó mi verdadera personalidad. Fue casarnos y muté, sin muy bien percatarme de ello, de princesa indefensa de cuento de hadas a Sargento. Pensaba que si mi marido realmente me amaba tendría instantáneamente el don de la clarividencia, es decir, que sabría automáticamente lo que yo pensaba y sentía en cada momento. Sabría qué hacer sin que yo tuviera que decirle nada. ¿Pero porque me fastidiaba a mi tener que pedir, ya como esposa, lo que para mi era evidente, es decir responsabilidad, compañerismo, lealtad? Esa era la cuestión. Algo en mi interior sellado a fuego me decía que eso era lo que debía exigir a cambio de compartir mi proyecto de vida exclusivamente con una persona. A fin de cuentas, los humanos no hacemos nada a cambio de nada. He de reconocer pues que, durante el noviazgo me ‘disfracé’, usé estratégicamente mis ‘armas de mujer’ (qué mujer no lo ha hecho?), para atraer su atención y de paso sacarlo de las garras de mis potenciales ‘competidoras’ (que no eran pocas). El precio fue alto: ser fiel a mi misma. Fue inevitable. Me enamoré de la idea que yo me había hecho de él, de su personalidad, la misma máscara –ahora lo sé– que él mismo se había esforzado en proyectar al exterior durante esos años.
Al cabo de un par de años empecé a darme cuenta de que mis infantiles expectativas –mis necesidades no satisfechas en la infancia (un padre atento que me liberase de la excesiva presión que mi madre ejerció sobre mi y mis hermanos), extrañamente no terminaban de satisfacerse. El presente me estaba pasando una factura más antigua…Secretamente estaba buscando un hombre al que reclamarle todas las ‘faltas’ de mi ausente padre. Ahora me doy cuenta de que las frustraciones de Jordi también estaban secuestradas por su pasado irresuelto.
Pasé de creer que podría, una vez casados, ‘domesticarlo’, a frustrarme y llegar a persuadirme de que ni me quería ni probablemente me quiso antes de casarnos (al menos no como yo esperaba). A los 4 años de matrimonio me empecé a desenamorar y a sentirme frustrada, condenada a una vida de infelicidad con alguien que no respondía a mis esquemas previstos. He de decir que yo, como la mayoría de mujeres, considero el diálogo como una parte activa muy importante de la relación. Curiosamente mi ‘Donjuán’ se había revelado, ahora como marido, como un ‘mudo lleno de inseguridades’. El fútbol, en su caso, había pasado de ser la espontánea y genuina pasión dominical de un divertido soltero, a convertirse en una vía de escape donde ahogar la frustración de una vida de pareja insatisfactoria. Otros se dan a la bebida…a mi no me consolaba.
Por todo ello me fue extremadamente difícil para mí percatarme y llegar a la conclusión de que él, a pesar de todas sus frustraciones, en lo más profundo de su ser –aunque no fuese entonces consciente– realmente deseaba compartir su vida conmigo. Y lo hacia lo mejor que podía, pero no sabía cómo demostrarlo, y para mi no era suficiente. Estaba lleno de miedos, a los que yo respondí contribuyendo con mis reproches y mis silencios, lo que él sublimó con sus crecientes ausencias, etc…Estuvimos muy cerca de divorciarnos. De hecho estuvimos separados una temporada hasta que, como fruto de una terapia de pareja continuada a la que nos comprometimos a petición de nuestro hijo mayor, nos dimos cuenta de que podíamos reconciliarnos.
La clave estuvo en que ambos nos dimos cuenta de que no podíamos seguir arrastrando –y cargando sobre el otro– nuestras personales y neuróticas expectativas vitales. De que nuestras frustraciones estaban arraigadas en los cajones, hasta entonces herméticamente cerrados y ocultos, de nuestra amnésica memoria personal, en nuestro subconsciente. Cajones de miedos heredados de cuya limpieza era respon-sable cada uno. Tomamos consciencia de que vivir en pareja podía convertirse, si lo queríamos, en la auténtica relación de complicidad que todas las mujeres (y hombres!) soñamos, y con la que crecer personalmente.
Cuando tomé conciencia de esto mi mente empezó a girar 180 grados y a reacomodarse…Empecé a darme cuenta de que muchas de mis exigentes expectativas no solo habían estado fuera de su alcance, sino que nunca nadie hubiera podido sa-tisfacerlas,…nadie salvo quizá yo misma. La clave estaba en mi mente, en asumir mi gobierno sobre ella y destronar al saboteador interno que me había construido.
Desde entonces estamos renaciendo de nuestras personales y compartidas cenizas. No es fácil, lo garantizo, ser testigo de todo el abanico de emociones de tu pareja, ni superar el miedo al ridículo ante ella. Tampoco es fácil poner los límites a tu dignidad, marcando el territorio de los sentimientos ni tampoco presenciar como tu pareja lo hace y no dejar que los egos e sientan agredidos, pero al menos los dos estábamos de acuerdo en este punto, lo que impidió la ruptura. Ahora me muerdo la lengua y cuento hasta diez antes de explotar. Y no es que trate de imitar a mi abuela…lo hago porque sé que él también se está esforzando por no convertir la vida de pareja en un campo de batalla. Los dos hemos descubierto que no mola enfrentar posturas, porque nunca lleva a ninguna parte. Al menos estamos de acuerdo en que dejar de criticarnos y juzgarnos exponiendo nuestras debilidades, y por contra compartir los momentos de flaqueza ofreciéndonos consuelo mútuamente, es el único camino para poder convivir y ser luego capaces de reirnos de nuestras vanidades. Me he apuntado a un curso de teatro y allí saco toda la rabia acumulada en los papeles que interpreto. Gracias a ello ahora me atrevo a llorar delante de él cuando estoy triste sabiendo que estará allí para acompañarme en mi dolor sin necesidad de darme una solución, porque no la necesito. Yo también he aprendido a no esperar de él heroicidades sino a verle ni más ni menos que como un hombre. Mi marido. He detectado el epicentro de mi malestar, el que me obligaba a pisar tanto el acelerador de mi autoexigencia allá donde fuera, y lo estoy 'exorcizando'.
Lo cierto es que la sinceridad desde el amor nos ha for-talecido. Con respeto mutuo, la diversidad de caracteres tiene mejor gusto. Afortunadamente nuestros hijos han sido testigos de nuestro esfuerzo personal por sanarnos, y ahora por lo menos no imitarán nuestros pasados errores. El patrón que ahora les ofrecemos es más sólido y estable. Ya no pretendemos ser parecer los perfectos superpadres. Aceptamos nuestros errores y tratamos de escucharles –sin mirar el reloj– a ellos cuando nos lo piden. Lo han notado en todos los ámbitos (estudios, amistades, etc…).
Francamente ya no sentimos que el mundo está en perpetua deuda con nosotros. Hemos madurado y recuperado nuestra dignidad. Ha sido un seismo sanador. Derribadas nuestras máscaras, curiosamente hemos descubierto la magia perdida, aquel olvidado espíritu de aventura. Y sin necesidad de volverme a casar!. Mi visión del mito de la media naranja ha cambiado. Es más real. Más vale tarde que nunca…Es como si hubiéramos vuelto a casarnos, esta vez plenamente conscientes del paso que dábamos. De hecho hemos decidido volver a celebrar nuestro particular renacimiento. La ocasión, sin duda, lo merece.
Jordi (46)
«Siempre pensé que si un día me casaba mi mujer tendría que ser lo opuesto a mi madre. Es decir, que sabría automáticamente lo que yo pensaba y sentía en cada momento sin que yo tuviera que decirle nada. Yo creía que el matrimonio daría estabili-dad a la fantasía, que sería como estar de novios permanentemente, pero sin tener que luchar por ella frente a otros pretendientes, como cuando éramos novios. Pronto, después de casados, empecé a darme cuenta de que eso no sucedía, de que ella no siempre reaccionaba conforme a mis expectativas, mis necesidades. Algo cambió cuando tuvimos nuestro primer hijo. Empezó a mostrarse arisca y exigente. Decía que tenía dos hijos en vez de uno. Me sentí acorralado frente a sus exigencias a frustrarme. Ya no era su ídolo. Me sentía como pez fuera del agua.
A los 3 años me empecé a desenamorar y a sentir frustrado sexualmente, condenado a una vida de reproches con alguien que no respondía a las expectativas que me había despertado durante el noviazgo. He de decir que yo, como muchos hombres, había considerado el diálogo como una parte prescindible de la relación. Prefería la acción a las palabras. Y si hablaba era para dar consejos. Así me enseñó mi padre. Curiosamente me había ena-morado de una periodista, moderadora de debates. Paradójico, verdad? No tanto…
Parecíamos encajar a la perfección, pero después de casarnos (y no digo ya cuando nació nuestro primer hijo) yo me revelé, lo reconozco, como lo que verdaderamente soy, un introvertido. Ella desnudó su oculta personalidad, la insatisfecha y exigente. Curiosamente la misma personalidad que exhibía mi madre en casa. Habíamos pasado de ser los novios perfectos al clásico matrimonio desavenido. No sé cómo, acepté acudir a una terapia de pareja cuando me lo propuso, quien para mi sorpresa puso sobre la mesa muchas de las necesidades y exigencias que cada uno aportábamos a la pareja. Me costó darme cuenta de que ella verdaderamente quería estar conmigo. De que quería complacer mis gustos, pero que ella también tenía los suyos que yo no acertaba a adivinar. Pero cuando algo le molestaba no decía las cosas claramente. Siempre usaba rodeos incomprensibles, o silencios ensordecedores. De repente nos descubrimos como los polos opuestos que siempre habíamos sido (de ahí la atracción dijo el terapeuta). Veíamos siempre el vaso medio vacío, por lo que éramos incapaces de satisfacernos mútuamente, más ocupados en reprocharnos los fallos. Desenmascaradas las fingidas personalidades –yo el seductor y ella la inabordable, me rendí a las emociones contenidas, y pude ver, afortunadamente a tiempo, que podíamos seguir juntos. Que nuestras diferencias eran ficticias. Que con amor, tolerancia y comprensión cualquier obstáculo es superable. Podría haberme llenado de orgullo y abandonar, defendiéndome ante la presión psicológica. Pero fui valiente y ahora sé que ella puede ser mi Princesa si yo me atrevo a ser su Príncipe. Animo a todos los que con coraje se lanzan a la aventura del matrimonio y formar una familia. De todos modos esta vida es para crecer. Y la convivencia es la escuela perfecta»
Maria (83)
«No todo el mundo tiene que vivir en pareja, pero sin duda que asumir la responsabilidad de compartir tu vida con otra persona y formar una familia te da una perspectiva insustituible. Antes de casarme, pensaba que ser feliz significaba obtener aquello que uno quiere. He aprendido, después de cuarenta y cinco años de matrimonio, que ser feliz significa amar lo que la vida te presente en cada momento. No es resignación, no te confundas. Es el arte de aceptar como una lección aquello que la vida te sirve y no puedes cambiar. Verás tengo 83 años y sé que envejecer es inevitable, pero crecer es una opción. Pronto mis días concluirán en esta vida, y cada vez tengo más claro que lo que lo mucho o poco que haya aprendido me lo llevaré conmigo. ¿A dónde? No lo sé aún, pero una cosa tengo clara: en algún sitio, en algún otro momento, nos volveremos a ver. Yo no empecé aquí ni termino aquí. Con esa convicción en mente, prefiero que me recuerden –y recordarme– por el amor que dí.»
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