El título de este post se aventura un oxímoron (figura literaria que expresa contradicción en sus términos (por ejemplo, «un instante eterno»). Sin embargo lo que pretendo decir es que cada uno busca inconscientemente emparejarse con quien satisfaga sus propias necesidades afectivas. Nos 'casamos' con 'aquello' que sentimos (en un nivel subconsciente) que continuamos necesitando desde la infancia pues no fue satisfecho en el instante que el reloj biológico determinaba.
Mientras sus resortes se alojen en la parte inconsciente de nuestra mente, esa necesidad latente de ver colmado el afecto no recibido se manifiesta inevitable e incontroladamente en nuestra vida adulta. ¿eso es bueno o malo? Nada es bueno o malo en si.
De lo que se trata es de que los pensamientos –asimilados de esa nube global de pensamientos que llamamos inconsciente colectivo– que surgen de modo automático (in-consciente) desencadenan una acción/actitud frente a una determinada situación. Es decir, reclaman de ti un posicionamiento –y lo obtienen– sin que seas muy bien consciente de esa relación causa-efecto. Y lo hacen –repito, bajo la influencia del inconsciente– ya sea ejecutando una acción (una bofetada, un insulto…) u omitiendo una acción (escuchar a un hijo, confortar a un amigo en el duelo de la pérdida de un pariente…) que hubiera tenido lugar de no haber intervenido dicho pensamiento saboteador ('de todos modos no conocía al muerto', etc…). La esclavitud permanece muy fuertemente arraigada en una sociedad que se cree liberada de yugos pasados.
Me dice (F) un amigo de la infancia, que puede que todo eso sea cierto, pero que gracias a eso somos lo que somos y hemos llegado hasta donde estamos. Que sin todas esas inconexas asociaciones, estaríamos anclados en la inacción. Obviamente lo dice porque la acción frenética es la 'opción' que él escogió para enfrentarse al mundo. La irreflexión es un motor sin duda que otorga la capacidad de avanzar en cualquier dirección que se decida. Si no empujásemos la primera ficha de dominó, no 'veríamos' a todas las demás fichas caer en cadena. El problema no consiste en la 'caída', sino en los resortes que nos empujan a levantarnos automáticamente negándonos que dicha caída existió. La vergüenza al ridículo –heredada sin duda– es una energía anestesiante que muchos llevamos incorporada para evitar permitirnos sentir el dolor que una caída fortuita nos produzca en el presente. El problema es en este caso el caudal de vergüenza acumulada desde el momento en que decidimos servirnos de ella para 'defendernos' del mundo, es decir, la crítica y el juicio ajeno. Las consecuencias de la represión, de funcionar por la vida constantemente a la defensiva, son el auto-secuestro de la propia identidad, algo que nosotros mismos ejercemos en primera instancia sobre nosotros mismos (para protegernos del mundo externo) y en segundo término sobre los demás, aquellos que se hallan por debajo de nosotros en la pirámide jerárquica en la que hemos convertido a este mundo. Vivimos así reforzando los muros de la prisión de la que (decimos que) queremos escapar…Y eso se hace efectivo puesto que los niños heredan nuestras distorsiones mentales (fobias, manías, juicios, vergüenzas, rigideces…) convirtiéndose en todo aquello de lo que pretendíamos huir.
Un secuestro que acaba inexorablemente generando una acumulación de rabia, una bola que necesariamente necesita una vía de escape. Las explosiones de ira son características de aquellos que responden a una tipología de temperamento visceral. Las implosiones emocionales son típicas de los individuos encerrados en si mismos. Ambas reacciones son la penosa consecuencia de reprimir la expresión del dolor que nos ocasionaron los diferentes episodios de abandono a que fuimos expuestos desde el nacimiento y durante la más tierna infancia. La represión es, pues, la esclavitud. Una esclavitud inconsciente que acarrea, ya lo hemos visto, consecuencias perturbadoras de forma repetida de las que te sientes una víctima indefensa, ya sea por un exceso (compulsión) de actividad, o por una apatía (depresión).
¿Por qué nos dejamos arrastrar por dichos pensamientos? ¿Por qué actuamos impulsivamente siguiendo siempre el mismo patrón, ya sea frenético o depresivo? La respuesta radica en que existe una antigua necesidad ilocalizada que clama por ser satisfecha.
Pongamos varios ejemplos ilustrativos:
Un hombre X tenderá a idealizar su concepto de lo que una mujer debe ser (las características que su necesidad oculta no satisfecha está buscando denodadamente) en función del patrón femenino que vivenció en su madre o la mujer que lo crió (si es que hubo una)
Un amigo me decía recientemente que era consciente de que su obsesión por los pechos femeninos estaba arraigada en el hecho de que su madre no lo amamantó de pequeño. Su agraciada apariencia física le había facilitado hasta entrados los 40, y en la efímera medida que sus interruptas aventuras afectivas lo permitían, el camino para saciar dicha necesidad. Por supuesto las expectativas reales nunca eran realmente satisfechas porque tras su búsqueda ansiosa de satisfacción sexual se hallaba una disfunción sexual (eyaculación precoz) que le producía un desasosiego crónico debido a que sus parejas rara vez alcanzaban el clímax sexual que esperaban de un encuentro sexual con él. Aquello, lejos de ayudarle a revisar su propia deriva, le obligó a incorporar una subpersonalidad: el misógino. Resolvió que el problema lo tenían ellas, no él. En su lenguaje común abundaban términos como 'puta', 'furcia','calentorra', 'calientapollas'. Finalmente una de sus parejas (Y) lo convenció para que visitara un especialista. En la horizontalidad del diván extrajo la conclusión del origen de su infructuosa búsqueda. Desgraciadamente el profesional que lo atendió no estaba capacitado ni formado para acompañarle en el necesario descenso por etapas a la sala concreta de sus particulares infiernos. Todo quedó en la 'aceptación' (qué remedio) intelectual de que algo había quedado pendiente en un estadio germinal de la existencia. La ansiedad, aunque aceptada, persistía.
La terapia primal vincula esta óptica académica de la aceptación como una suerte de resignación ante la que aparentemente nada se puede salvo…aceptar.
La comprensión intelectual le llevó, sin embargo, a la decisión de embarcarse en la aventura de una relación comprometida: el matrimonio. ¿Con quién se compromete Mr. X?
Es el caso de la mujer (Y) que cae prendada ante los encantos de su galán. Responde al patrón físico, emocional e intelectual que ella pretende (normalmente el de la figura paterna dominante en su hogar de infancia, si lo hubo). Un patrón que por supuesto entraña ciertos fallos, considerados 'leves' durante el 'noviazgo' y corregibles en el futuro esperado. La independencia, rebeldía, expontaneidad que ella misma buscaba en sí misma, tras unos meses de convivencia matrimonial se revelan como inconsistencia, falta de responsabilidad y carácter voluble, incompatible con las necesidades reales de (Y). Las evidentes y patentes diferencias que existen entre dos personas totalmente opuestas solo se acentúan, dándose lugar a la inevitable ruptura (separación y/o divorcio), con huellas indelebles en los hijos que eventualmente existan para entonces. Y es que esos 'leves' fallos se convertían en obstáculos insalvables. Y todo porque ninguno de los dos 'vió' la realidad desde un principio. Este es el ejemplo paradigmático de rupturas matrimoniales. En muchos casos desencadenan una típica cadena de emociones:
–culpa ("qué tonta/o fui al no verlo")
–vergüenza ('qué dirán' mis padres, hermanos, cuñadas, vecinos…)
–pereza ("paso de los hombres/mujeres") como consecuencia del miedo a tropezar con la misma piedra…
…que desembocan en estados de depresión ("mis relaciones nunca funcionan, nunca encontraré a nadie para mi") que los 'amigos' tratan por todos los medios de sofocar proviendo una anestesia para un dolor que ellos mismos no soportan/saben presenciar (porque nadie en su infancia les enseñó a acompañar a un ser que sufre). Una anestesia (juerga sin fin, prostitutas, alcohol sin medida…) que, con la mejor (inconsciente) de las intenciones se convierte en la parrilla de salida para una nueva búsqueda de la solución a las carencias afectivas que arrastramos desde la infancia.
Y es que la necesidad de satisfacción es tan monumental que casi cualquier cosa puede hacer las veces de anestésico. Y es que no vemos al otro. Nos vemos a nosotros mismos, lo que necesitamos, idealizándolo, a la mínima oportunidad que el otro ofrezca, para que calce en la horma de nuestras necesidades. Vemos lo que necesitamos. Por eso una esposa acaba hastiándose al abrir los ojos y percatarse (asumir) que su marido buscaba en ella a un clon de su madre. Y a fe que ella reunía las condiciones. No en vano su propio pasado está en sintonía con el patrón conductual de su suegra.
No vemos la realidad porque si la viésemos, inmediatamente estaríamos retorciéndonos en el suelo suplicando amor y vomitando la rabia acumulada y reprimida por no haber sido amados. Eso es lo que los pacientes primales hacen. Una vez atravesado este consciente 'valle de lágrimas', finalmente acaban atrayendo y despertando atracción por alguien que realmente está en profunda sintonía con ellos, alguien que es quien se muestra ser, sin miedo de mostrarse tal cual. Y es que no hay nada más sanamente atractivo que una persona sin máscaras de ningún tipo. La paz que la presencia de alguien así infunde.
Todos esos reproches debido a que 'el otro' no es como uno imaginaba/pensaba, no son sino la consecuencia del infortunio experimentado cuando el espejismo del enamoramiento apasionado cae por el peso de las circunstancias.
Pongamos el caso de una mujer (A) que se empareja con un hombre fuerte (B) en quien cree ver al protector que ella, como niña, siempre necesitó en la figura de un padre pasivo (A'), blando y ausente frente a las agresiones de su madre (A''). Por desgracia él (B) rebasa con creces esas expectativas, mostrándose exigente, autoritario e incluso brutalmente violento, pues esas son sus verdaderas cartas, las que ha tenido sin darse cuenta guardadas durante la etapa de seducción (Don Juan). B es alguien que no puede proteger a A de si mismo, de su rabia exacerbada por su alcoholismo. Es el caso paradigmático de los hombres latinos educados en entornos familiares misóginos donde la mujer ocupaba, en su propia familia, un lugar secundario, relegado a las tareas del hogar y la progenie. Un rol que las propias mujeres han padecido y cuya rabia han repercutido en sus propias hijas, las víctimas propiciatorias de sus frustraciones, condenándolas a repetir el mismo patrón que sus madres: buscar en realidad con artimañas seductoras la ternura de un hombre que finalmente se revelará incapaz de ello.
Por el otro lado tenemos a la mujer (C) que busca a un hombre culto (D), educado y tierno, que ni la maltrate y humille o la abandone como el padre (C') de ella. Un hombre así (D) proviene de un entorno familiar en el que la madre (D'') era, a su pesar, el timón de la economía familiar, una madre masculina que tuvo que entregar su feminidad en la consigna de su propio hogar paterno, para defenderse a su vez de un padre alcohólico (C'), humillador y misógino. Aquella mujer inicial (C) acabará hallando en su tierno galán (D) a un hombre blando, depresivo, un calco de su propio padre (C'), que le hará interpretar el papel que ella tanto detestaba en su propia madre (C''). Un hombre intelectual aunque pasivo respecto a ella y los niños, incapaz de luchar por ella cuando se presente un problema, obligándola a convertirse en una suerte de wondewoman (mujer maravilla). De hecho ese fue el acuerdo tácito entre las partes al conocerse: "tu (D) permanece suave y calmado tal como te percibo de modo que yo (C) no vea en ti revivida la amenaza que en mi infancia supuso mi padre para mi. Yo a cambio seré quien luche por los dos. Sin embargo la decepción está latente.
Ser capaz de hacer frente a los hechos y percatarse de que en los 'fallos' que vemos en las actitudes y comportamientos de nuestra pareja se halla el reflejo de las propias necesidades infantiles, insatisfechas por el progenitor del mismo sexo de nuestra pareja, del mismo modo que veamos que nuestra actitud (frente a la decepción que supone el comportamiento de nuestra pareja) corresponde a la actitud adoptada por el progenitor nuestro de nuestro mismo sexo, conduce a ver la propia historia emocional. Abrazar el afloramiento de los sentimientos que todo ello nos despierta es vernos finalmente a nosotros mismos desprovistos de las máscaras. Es el renacer, la sanación, la verdadera liberación. La Gloria.
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