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jueves, 27 de enero de 2011

Dejar de resistir

Recuerdo que en una entrevista que Pere Estelrich me hizo en su programa de IB3 en febrero (?) de 2009, surgió una pregunta. "¿Crees que la actual coyuntura económica es más propicia para la inserción de los llamados bancos de tiempo en la sociedad?"
Le comenté que los bancos de tiempo propiamente dichos funcionaban desde inicios de los años 90, inspirados por el Dr. Cahn y Michael Linton,
pero que su filosofía ya había sido esbozada en un primer aborde por Joshiah Warren con su Cincinati Time Store.




Con eso quise dejar claro –aunque quizá no lo expresé claramente– que lo que consideramos ahora, desde nuestra microscópica perspectiva, una coyuntura desfavorable, llevaba mucho tiempo incubándose y mostrando señales de vida (quizá debería decir 'muerte') en el mundo subdesarrollado. Y hace casi 35 años, sectores desfavorecidos de la población los EEUU empezaron a sufrirlo en sus propias carnes. La primera potencia tecnológica del mundo, país de donde surge lo mejor y lo peor, las iniciativas más innovadoras y los extremismos más desaforados, también es históricamente la nación donde despiertan las conciencias con mayor celeridad. La nación desde la que se abanderó el lanzamiento de dos bombas atómicas sobre Japón, la misma que 160 años antes había constituido la república con la carta de libertades más progresista del mundo.

He admirado y sigo admirando a Edgar Cahn por haber sobrevivido a la decepción de verse abandonado por todos aquellos deshauciados a los que trató de ayudar y devolver dignidad desde su programa de servicios legales para la gente sin recursos. La aceptación y superación de esa decepción fue lo que condujo a la implementación de un sistema de asistencia a los desfavorecidos impregnado de un concepto innovador: la reciprocidad.

Una vez echado a andar el proyecto de HOYxTI, me enfrenté con la realidad de la perspectiva que tenían muchos de los que se consideraban adeptos o simpatizantes. La idea de hallar satisfacción en poder dar y recibir fuera de los límites del sistema económico, me parecía un modo de desvincularse del 'orden' establecido que partía de una premisa, para mi, errónea: resistir a las injusticias. Muchos creyeron que de eso se trataba y se frustraron. Y sé que por eso se me ha acusado de no estar en consonancia con los tiempos.
Todo aquél que vió en este banco de tiempo, otro camino más para acceder a recursos o bienes que el sistema financiero 'les negaba', se autodescartó durante el trámite de alta consistente en la entrevista personal.

Pero por mucho que el concepto de banco del tiempo me hubiese impactado, entonces, como cauce para el cambio de paradigma acerca de lo que es la conciencia solidaria, pronto me di cuenta de que no encajaba en mis esquemas, tampoco, la idea de convertir a esta red de favores en una 'escuela de solidaridad', donde la reciprocidad fuese una asignatura, un software o programa informático dominando el cual uno pudiera titularse como actor del cambio aportando su grano de arena en un mundo tan necesitado.

La palabra solidaridad es uno de los términos más manipulados desde que aquellos chicos se pusieron flores en el pelo para ir a San Francisco. Nadie puede proponerse dominar el 'programa' de la solidaridad, y sobrevivir al empeño, si no se ha nadado en la 'abundancia de lo suficiente' y en la confianza de que todo está disponible para todos, en armonía con los demás.

El cambio empieza por uno mismo, me dije. Por mucho que exista un 'software' revolucionario y ecológico, si el sistema operativo está anticuado, ningún nuevo programa podrá ser utilizado.
Y quise desgranar la intrincada maraña que tenía contaminada, con esquemas mentales confusos, mi capacidad de discernimiento.
Esta es, a grandes rasgos la secuencia de argumentos aplastantemente lógicos que obtuve tras una profunda meditación:

1. Hacer el bien es moralmente bueno.

2. Decido ponerlo en práctica, obviamente sin ningún ánimo de lucro (faltaría más)

3. Detecto, transcurrido un tiempo, que los beneficiarios de mi bondadosa actitud se cuelgan de mi, se crean una dependencia de mi voluntad de ayudar. Ni siquiera las gracias recibo. Me digo para mis adentros: "Qué egoístas". No acepto lo que sucede. ¿Consecuencia…?

4. …me desencanto y me siento incómodo, manipulado: siento que se aprovechan de mi. . Detecto en mi una creciente ansiedad, pánico al fracaso, ira ante la manipulación de la que soy víctima, rabia, dolor, frustración…

AHORA VIENE EL PROCESO DE ACEPTACION

5. Me doy cuenta de que esa actitud egoísta que observo en los demás, no es conscientemente intencionada. No se dan cuenta de lo que hacen (o dejan de hacer). Tiene, sin duda, otro origen. He de descubrirlo, porque el malestar que estoy manifestando me saca de mis cabales.

6. Me doy cuenta de que yo mismo he generado esa dependencia de los otros, en mi afán por querer 'amar al prójimo', hacer el bien.

7. Reconozco que mi malestar se debe a que inconscientemente tenía expectativas depositadas en mis acciones. Y estas expectativas no se han cumplido en la medida que yo deseaba.

8. Soy, pues, un manipulador: reconozco que utilizo mi benevolencia (política y socialmente aceptable y reconocida) para obtener, ocultamente, algo a cambio. Sin duda, estoy buscando algún beneficio, algún tipo de redención.

9. ¿Qué es lo que me empuja secretamente a tratar de redimirme? ¿Dónde está el origen de esta expectativa? ¿Qué es eso que busco en los demás por medio de mis acciones aparentemente altruistas?

10. Si necesito algo, obviamente es porque no lo tengo. Luego hay un vacío en mi "interior" que busca compulsivamente ser colmado (satisfecho, alimentado).

11. Conecto con eso. Me doy cuenta de que muy profundamente, subyace un sentimiento de abandono, y de que esa abstracta sensación de abandono me provoca un dolor del que trato de 'escapar' buscando distracción (consuelo, reconocimiento, atención…) en otros (personas, eventos…)

12. El problema es que detecto que los demás también están afectados por el mismo problema de 'desabastecimiento'. Que nunca podrán satisfacer mi carencia. Es un dolor revelador.

13. Tomo consciencia de que en nadie, sino en mi mismo, hallaré al sanador de mi desasosiego.

14. Descartado cualquier otro recurso externo, decido cambiar el sentido de mi búsqueda: me vuelvo hacia dentro y decido contactar con mi 'interior', y le pregunto qué es lo que falta.

15. No falta nada ahora, me dice. Faltó en su día. Y dolió. Pero el dolor era tan insoportable que fue mejor pretender, disumulando, que no existía. Hice uso de mis anestésicos naturales (endorfinas, dopaminas…) para no sentir ese dolor. Y decidí convertirme en un superviviente, protegiéndome de futuros impactos. Asumí el rol de actor de mi mismo, interpretando a mi conveniencia, los papeles que las circunstancias me obligaban, a medida que se iban presentando. Me aplico una autoamnesia y consecuentemente me escindo en diferentes personalidades (jefe, empleado, padre, madre, compañero de trabajo, partenaire sexual, etc.) que interpreto copiando (heredando) el modo de actuar de otros 'actores'. Los que más a mano tuve en el momento de darme cuenta, de contactar, de tomar consciencia (epifanía) del sentimiento de soledad y abandono: decido actuar (no me queda más remedio –salvo decidir regresar por donde llegué: morirme) con mis hijos igual que mi padre actuó conmigo; tomo de mi madre (en el caso de que haya estado presente) el patrón más válido de mujer a la hora de buscarme una pareja, me vinculo en definitiva, con mi entorno en función de las referencias ineludibles que obtuve de mis progenitores.

16. Me he imbuido tanto de mi rol de actor que acabé convenciéndome de que en realidad soy todos esos papeles que interpreto.

17. El precio del olvido, me dice mi interior, es un enfado soterrado a no-sé-muy-bien-qué-todavía (aunque tengo una cada vez más fuerte sospecha), que busca alivio en los modos de vincularme –compulsivamente– con mi entorno. Y utilizo a ese entorno ya sea para culparlo (castigarlo, manipularlo, juzgarlo…) o para depender de él (rogarle, suplicarle, prostituirme…). En todo caso se convierte en una necesidad.

18. Llegado a un punto, y tras darme muchos golpes, asumo que estar enfadado no me sirve.

19. Decido que hay que abrir las ventanas de la parte de mi mente que permanece cerrada bajo llave: reactivar la memoria subconsciente. ¿Puedo hacerlo yo solo o necesito algún 'guía'? Si elijo aceptar ayuda, la pido ("el maestro aparece cuando el alumno está preparado")

20. Voy conscientemente a mi subconsciente y abro lentamente la puerta de entrada a mi platónica caverna, donde se ocultan todos los fantasmas y sombras que oculté en mi infancia más tierna (miedo, abandono/soledad…). Sé que, por doloroso que sea, no moriré en el intento.
La solución es dejarme llevar y salir definitivamente de mis cabales, sacarme yo mismo de mis casillas, sin esperar a que nada externo lo provoque. Decido que para ser auténtico y moralmente equilibrado, tengo que dejar de ser política y socialmente correcto. Necesito una catarsis interna antes de que la catarsis colectiva de la sociedad me arrastre en su vorágine global por el desagüe.

Lo que mata, no es 'el mono', sino una sobredosis de droga, cualquiera que sea la dependencia a la que me he vuelto adicto.

¿Quieres Paz en el mundo? Halla la paz en tu interior…
¿Quieres contactar con inteligencias exteriores? Contacta con tu sabiduría interior. Esta te llevará a aquellas.
La salud mental, emocional y física se fundamenta en la experiencia de la dimensión 'aquí/ahora'. Pero si no se es capaz de diferenciar entre las emociones presentes y las que tienen una raíz en el pasado, difícilmente se puede estar AQUI y AHORA con todos los sentidos.

No mata el recuerdo. Mata el olvido.




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