Hoy he pasado frente a un centro de enseñanza secundaria de la ciudad más próxima a mi lugar de residencia. Iba de camino a una entrevista con un cliente (en la matrix vengo desde ace algo más de una década interpretando el papel de diseñador gráfico).
Se trata, me dije, de la generación que nos sucederá a los que ya pasamos de los cuarenta-y-tantos, representada aquí por los cerca de quinientos hombres y mujeres de entre 13 y 16 años que estaba observando. No recordaba la última vez que sentí la chispa y la efervescencia de la adolescencia. En presencia de estos futuros adultos, he conectado con la ebullición de la energía del ser humano propia de la etapa de la humanidad en que empezamos a sentirnos parte integrante del mundo que nos rodea.
Los adultos tendemos a ver el mundo que nos rodea desde la perspectiva de nuestro narcisista ombligo generacional olvidando recurrentemente que nosotros también fuimos adolescentes con ganas de cambiar el mundo, convencidos de que todo era posible, de que el libro de nuestro futuro no estaba predeterminado de antemano.
Se me ocurre implantar una suerte de ceremonia iniciática en la que los adultos y los adolescentes escenificásemos la entrega del "testigo de la vida". Una especie de acto simbólico en el que representar el cambio de ciclo de la vida en el ámbito generacional. Un mirarse a los ojos y hacer entrega (por parte de los padres, tutores y demás adultos) de las riendas del sistema. Dirás que eso ya existe. Que la transferencia de los conocimientos necesarios para que los jovenes asuman su futuro rol ya la realiza el sistema educativo. Pero yo voy más allá. No me refiero a la herencia de los datos compendiados, de las citas memorizadas, incluso de las aficiones y pasiones legadas de padres a hijos...me refiero a una fiesta de hermanamiento multigeneracional donde la soberbia, la autosuficiencia y la intelectualidad de los adultos occidentales, infectados con el virus de la rígida impronta patriarcal, queden aparcados para dejar paso a la entrega consciente del testigo.
Confesar que has cometido errores como padre o madre, que el modo en que te 'enseñaron' a educar a tus hijos probablemente no fue el más apropiado, o que en el mejor de los casos, estuvo cojo pues le faltó la parte esencial, el amor, es sin duda un reto para el ego. Y no propongo escenificar un humillante ejercicio de autoflagelación destinado a purgar pecados (por mi culpa, etc...) por medio del dolor físico (para eso ya existen los penitentes en Semana Santa), sino de aceptación del cansancio acumulado en la lucha por encontrar nuestro lugar en el mundo. El cansancio por haber retenido hasta la extenuación el testigo generacional para acabar entregándolo impregnado de la culpa. Un testigo que solo somos capaces de soltar poco antes de que se nos conceda la extrema unción.
Sabemos que detrás de (todas) las máscaras yace el pacífico y armónico Eldorado de la contrafernización de todos los hombres y mujeres, independientemente del color de piel, del sexo, de las creencias y de la edad cronológica que figure en sus documentos de identidad. Invocar a la juventud de Espíritu es aceptar deconstruirse, dar algunos pasos atrás oara revisar el baúl de las vergüenzas reprimidas. Solo así se puede decir sí a la vida sin condiciones, tal como brota, sin importar las arrugas del alma y el cuerpo físico. Sí a la vida en cualquier forma que se muestre, en toda su magnífica diversidad.
Sí a vivir. Sí a convivir. Sí a no esperar nada de la vida, salvo que nos suceda.
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