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viernes, 6 de diciembre de 2013

Sobre el amor propio

Está claro que la sexualidad es el motor de los cuerpos físicos. Desde una flor hasta un dinosaurio. Sin sexo no hay reproducción y por tanto no hay vida a nivel celular. Otra cosa es que la vida solo involucre la materia física, aquella parte de nosotros a la que denominamos 'el cuerpo'. Quien pretenda discutir esto a estas alturas se verá enfrentado a un cuerpo de evidencias, incluso científicas, insoslayables.

Y sin embargo, siendo la sexualidad una parte tan inherente a nuestra naturaleza, sigue teñida de un halo de represión y vergüenza que merece un examen en profundidad. La cuestión es ¿dónde/cuándo se arraiga el tabú respecto de la sexualidad? ¿En qué etapa de su desarrollo empezó el hombre a considerar su sexualidad como algo sucio, algo de lo que debiera avergonzarse? ¿Qué fatalidad o trauma debió producirse para que lo natural pasara a formar parte de lo reprimido? Es obvio que al tratarse de un tabú colectivo, debemos apelar a un origen común a todos los seres humanos. Entonces, ¿qué trauma evolutivo acaeció como para que este método de interacción que involucra los mismos procesos reproductivos de la esoecie haya merecido ser escudriñado y enjuiciado ya sea desde la perspectiva inicial del puritanismo de los inicios de la era moderna (curiosamente coincidiendo con el advenimiento del cristianismo como doctrina generalizada en occidente) hasta las extravagantes apologías mediatizadas de que viene siendo objeto en los últimos 25 años? Cuando la carga de represión sexual se sacude com una salamandra de un extremo a otro tratando de sacudirse las doctrinas que desde ambos extremos del abanico conductual la maniatan, es momento de acudir al rescate del único instrumento que puede ofrecernos una clave coherente: la mente inconsciente.

 

 

Poca duda cabe hoy respecto de que la represión está íntimamente ligada a la intelectualidad, pues solo el hombre "moderno" y civilizado es capaz de reprimir y censurar sus instintos naturales. Solo la capacidad cognitiva ejerce de barrera activa para evitar que se manifieste natural-mente lo que no pertenece al dominio del raciocinio.
Quizá debamos remitirnos al mismo momento en que nuestros ancestros se vieron en la tesitura de recurrir a una hoja de parra para tapar sus vergüenzas, otrora consideradas naturales. Un instante evolutivo qu sin duda debe haber estado envuelto de drama y trauma.

 

Hoy sabemos que la aparición en la escena evolutiva del Homo Sapiens Sapiens supuso el pistoletazo de salida para la carrera competitiva que hemos testimoniado desde la segunda revolución industrial y que actualmente está mostrando su faceta más desalmada. El vertiginoso cambio "adámico" que supuso nuestro advenimiento como especie –y para cuyo salto evolutivo aún no se ha hallado el ansiado eslabón intermedio (para lamento de los darwinistas no lo hay)–, involucró, hoy lo sabemos, un aumento volumétrico de nuestra capacidad craneal desconocido hasta entonces en la Tierra. Hasta que esa 'intervención' se produjo disponíamos de un cerebro provisto de dos partes o peldaños: el cerebro reptiliano, cuyo estadio evolutivo nos emparenta insoslayablemente con las salamandras y los tiburones, y el cerebro límbico, vinculado a la empatía y los sentimientos por los seres de la propia especie y la descendencia más allá del instinto de perpetuación, propio de los mamíferos más evolucionados y de los primeros homínidos. Pero solo desde hace poco menos de medio millón de años disponemos también de corteza prefrontal, también llamada Neocórtex. 4500 millones de años nos separan de la creación de nuestro planeta y hace tan solo medio millón de ellos que tenemos la capacidad de pensar, la capacidad "heredada" (no desarrollada) de articular y codificar un tipo de lenguaje, oral y escrito. Nuestra gloria y...desgracia.

¿Es el Hombre de Cro Magnon el cénit evolutivo al que estamos 'destinados' a alcanzar como especie, o nos hallamos ahora acaso en el umbral de un nuevo salto evolutivo?

 

A tenor de los conflictos que la sociedad de progreso ha testimoniado pararelamente a su desarrollo tecnológico, muchos se han preguntado si dicha 'ampliación de memoria' no fue acaso demasiado precipitada para el ritmo evolutivo que llevábamos, incompatible con la naturaleza más primitiva de nuestros ancestros, para una naturaleza instintiva cuya memoria anfibia sin duda permanece latente, pugnando por acomodarse, mal que bien, en una mente inesperadamente racional, impregnada de creencias. Un cerebro primitivo traumatizado por la injerencia sorpresiva y autoritaria del intelecto, que, reprimido por la cognición imperante, se refugió en el único lugar donde podía guarecerse y permanecer a salvo: el doble fondo de nuestra mente, el inconsciente...

Precipitada o no, lo cierto es que esa 'ampliación de memoria' tuvo efectivamente lugar y eso lejos de considerarse algo lamentable, podría ser observado a la luz con la que se observan los regalos.

 

¿Una teoría tirada de los cabellos? Todo esto fue extensamente ilustrado en la iconografía renacentista. No podemos esconder por más tiempo bajo el ala la verdad de los mensajes que llevan tanto tiempo reclamando un púlpito para manifestarse...


"Expulsión del Edén", de Miguel Ángel. Capilla Sixtina












Me voy a permitir apelar a la tradición judeocristiana sobre la que se fundamenta toda la sociedad occidental, pues si deseamos llegar al origen de cualquier conflicto sería ingenuo pasar por encima de un legado tan apabullante. Los registros bíblicos mencionan diferentes hitos de los que, por qué no, podríamos extraer las convenientes pistas para resolver el enigma planteado. Dicho esto, ¿acaso haber sido expulsados del Jardín del Edén (E·Din) por haber osado morder la fruta prohibida (¿el sexo, y consecuentemente nuestra capacidad reproductiva?), prerrogativa exclusiva de aquél Jehová que se hizo pasar por Dios hace 60.000 años, fue lo que inoculó en nuestras mentes la idea de culpabilidad? Estará ahí arraigado el llamado 'pecado original' en el que las jerarquías religiosas occidentales tratan de poner tanto énfasis y con el que mantener maniatado el libre albedrío que todo ser humano detenta? Es posible que estemos ante el cóctel perfecto para nuestra neurosis histórica. ¿La solución?

 

 

EL AMOR COMO SOLUCIÓN FINAL


Hace tiempo ya que afirmé que amarse a uno mismo es un oxímoron, es decir una entelequia autocontradictoria si se desconoce el significado del amor. O mejor dicho, si se pretende que el amor tenga un significado considerado inalcanzable.

¿Qué quiere decir amarse a uno mismo? No lo sabemos con certeza. Es una afirmación vaga, habitualmente difusa, esgrimida por los adeptos del NEW AGE, quienes queriendo poner a toda costa buena cara al mal tiempo (dolor), se aferran a una letanía, verídica sin duda, que rememora en la distancia un sentimiento, la certidumbre de saberse válido 'a pesar de todo'. Es un recuerdo de un mundo pacífico, un lugar y un tiempo donde uno siempre ha encajado, donde –y cuando– el esfuerzo por ser uno mismo no es concebible, donde vivir no supone sacrificio. La infancia de la humanidad concebida como el útero al que todos deseamos regresar para evitar haber nacido. Pero eso no es posible porque ninguna herida puede ser revertida (sí reprimida).

Si somos honestos reconoceremos que quererse a uno mismo nada tiene que ver con la capacidad de sentir amor en el presente (aquí/ahora). Y eso se debe a que una vez que has experimentado el desamor en la infancia (y si no tienes esa certeza este artículo no es para ti y más te vale que no sigas leyendo) ese sentimiento queda grabado a fuego. Aunque no lo desees, aunque no lo sepas, aunque abanderes el más fanático movimiento en favor de la paz (o contra la guerra, para el caso es lo mismo), llevas sintiéndote abandonado, des-amado. Arrastras un sentimiento vago de abandono, de desamor. Un recuerdo que trasciende tu presente existencia. Y ese sentimiento tan difícilmente ubicable y manifestable tiene sin embargo un poder devastador sobre tu cotidianeidad. Buscarás denodadamente saciar ese vacío de amor del que te sientes merecedor, como la pieza de un puzzle inconcluso que anda buscando donde encajar, dónde sentirse parte de un todo indisoluble, una suerte de simbiosis similar a la que experimentan mamá y bebé. O al menos la que deberían experimentar, si no fuera por el impacto de todos aquellos factores no genéticos que, desde el inevitable entorno, intervienen en el desarrollo de todo organismo.

O caes en la depresión, quedando a merced del sistema parasimpático, el que rige la decisión de desistir en el empeño de reencontrar ese amor, entendido como tu legítimo lugar en el mundo, o bien es el sistema nervioso simpático el que te atrapa, ese que atiende a razones de lucha, de combate. En el primer caso tendrás propensión a la hipotensión con las lipotimias acostumbradas de las que solo despertarás con un sobre de sal o a base de cafés por las mañanas, pues te costará levantarte por las mañanas y los dulces serán sin duda tu perdición. En el segundo el médico te quitará precisamente el café y la sal y difícilmente consigas conciliar más de 4 horas seguidas de sueño. ¿No es hora ya de echar un vistazo serio a esa reveladora dicotomía y diseccionarla?

Reconocerse descendiente de Adán, y aceptar sentirse profundamente des-amado no es un suicidio sino la pura realidad. El trauma del abandono paterno y la expulsión del Edén que a TODOS, independientemente de nuestro credo religioso presente, nos aconteció, dejó huellas que HOY y AQUÍ nos atenazan todavía. Cuslquier otra distinción va encaminada a distraer y edulcorar la atención de lo esencial.



Entre la comunidad New Age ha estado de moda apelar al amor propio, ámate a ti mismo, pero ¿cómo conseguirlo y no engañarse creyendo que estás en el camino?

Es bueno cuidarse a uno mismo. Detener actitudes autodestructivas perjudica. Pero abrazarse a uno mismo y darse palmaditas de autosuficiencia en la espalda es el recurso más evidente de la amnesia, el reverso de la misma moneda, es decir defender la pulsión de la mente inconsciente, destinada a edulcorarte la realidad de la frustración profunda.

El termino 'trauma' proviene del griego y significa herida. Y todo trauma tiene una base psíquica arraigada en la herida más grande que un ser vivo pueda padecer y soportar: la ausencia de amor.

Mientras que los instrumentos a través de los que se manifiesta (tabaco, alcohol, cocaína...) varían, la adicción (pulsión por obtener satisfacción) permanece.
Los terapeutas cognitivos saben de consciencia pero estan desnudos ante el vasto volúmen de información que esconde la parte sumergida del iceberg: la mente inconsciente. Por eso sus pacientes nunca mejoran. Simplemente se vuelven dependientes de la atención que reciben de sus terapeutas. En 70 años casi nada ha cambiado al respecto.

Ayuda sin duda descubrir que arrastramos por ejemplo una tendencia a apegarnos (enamorarte, idealizar, ...) a personas frías, calculadoras e incapaces de expresar sentimientos. Pero ignoramos que esa faceta que exhiben, y de la que te enamoras, es solo un caparazón que oculta aquello mismo de lo que tu huyes. Por eso se frustran muchas relaciones de pareja. Acaban descubriendo en, en los sótanos mentales de sus parejas, lo mismo de lo que huían. Saber que algo traumático sucedió ayuda, pero cualquier terapia cognitiva enfocada exclusivamente en un aquí/ahora desconectado del contexto más amplio, abstraído de la experiencia vital global –de la relatividad de un tiempo (4ª dimensión) que se estira como una goma de mascar habilitándonos el acceso a eventos irresueltos anclados en el tiempo–puede que nos ayude a comprender que hay personas o situaciones tóxicas que nos conviene evitar, pero esa terapia no puede ni rozar la pulsión inconsciente por magnetizar esas personas o situaciones tóxicas, la fuerza que te empuja a lanzarte a comer dulces cuando, habiendo hecho obedientemente caso a tu médico, has conseguido dejar de fumar.


Es la diferencia entre ayudar y curar. Si quieres ayudar a que alguien se evada de su crisis de pareja no necesitas indagar el porqué de tal crisis. Simplemente le lanzas un anzuelo disuasorio ("míralo así: te va muy bien en el trabajo. Ya encontrarás otra pareja"). Pero el inconsciente, lo sabes bien a estas alturas, nunca va a cesar en el empeño de dirigir tus pasos, pues es una fuerza oculta de la que no eres consciente...hasta que lo eres.

 

Sanarse implica una responsabilidad a la que no estás acostumbrado. De hecho rehuyes esa palabra porque la confundes con la culpabilidad. Te dices, "si soy responsable, soy culpable". Solución: "que nadie me endose la responsabilidad". Tu miedo inconsciente (no reconocido) al juicio externo ("parirás con dolor". "Ganarás tu pan con el sudor de tu frente") que tus genes arrastran (nada se crea ni se destruye, recuerda) te obstaculiza la comprensión de que responsabilidad solo significa eso, tener la habilidad innata de responder.


El inconsciente responde a una función: preservar la supervivencia. Pero eso es la cara de una moneda. El precio a pagar por sobrevivir es la represión. Y la represión es lo que mata inoculando en el cuerpo (somatizando) las verdades que se ocultan en el inconsciente. Y la verdad siempre duele afirma el refrán. La represión protege (da sensación de seguridad) pero acaba matando. Crea y destruye. Y hay un tiempo para todo. La represión tiene sin duda una faceta lúdico-optimista. Ser optimista implica desconocer, permanecer inconsciente de la situación real. Y el optimismo mata en tanto que se ocupa en negar el dolor, lo anestesia con estrategias disuasorias como el sentido del humor (nada que ver con e humor en si, que consiste en la capacidad estructurante de reirse de los delirios del ego) manteniendo vivo el sufrimiento (la negación del dolor).


El inconsciente utiliza la neurosis como recurso lanzándonos a una carrera despiadada en pos de situaciones inicialmente placenteras que acaban revelándose conflictivas. Y lo hace para sacar a la superficie lo que ha permanecido oculto, para que lo resolvamos. Buscamos situaciones (relaciones) extremas cuando nuestra supervivencia estuvo envuelta de lucha. Buscamos un marido frío cuando tuvimos un padre frío y distante. Nos atrae lo conocido. Pero lo conocido oculta lo opuesto. No hay nada más frágil que un hombre distante, pues su frialdad es la prueba de una lucha interna por reprimir su fragilidad. Atraemos combate porque 'creemos' en la lucha como modo de resolver nuestro conflicto interno.


¿Por qué no vamos directamente en búsqueda del amor (personas amables, tolerantes, tiernas y generosas)? Porque el amor está envuelto de amenaza, pues las personas de las que más esperábamos amor (nuestros progenitores) fueron los que más nos decepcionaron. Esa es la amarga realidad ( o por lo menos una parte de ella). Y esa decepción (trauma) es mortal de necesidad a menos que...a menos que la olvidemos, en un baúl cerrado y tiremos la llave al fondo de un frío lago. Hecho esto, desde entonces sobreviviremos persiguiendo quimeras placenteras auque dentro de nuestra mente albergaremos la firme e nquebrantable creencia de que no merecemos el amor. Simplemente porque no lo recibimos cuando más lo necesitábamos. De ahí la adicción a las situaciones beligerantes, a los "amores conflictivos".


La solución que propongo: acompañarte a buscar la llave en el fondo de ese lago y monitorear la apertura del baúl donde se esconde el amenazante dolor. Esa es la clave para la sanación.


Arthur Janov, PhD

traducción: Lars Quetglas

 

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