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domingo, 19 de febrero de 2012

Emancipación

Hubo una vez un tiempo en que nuestros antepasados antediluvianos convivieron respetuosamente con el resto de las criaturas hasta entonces conocidas en la Tierra, amparados todos bajo la misma bóveda celeste. No existían aún las servidumbres, ninguna bestia había sido todavía domesticada, ninguna semilla cultivada, desconocida era la tradición del pastoreo. No había ninguna libertad que conquistar. Ningún yugo que sacudir. Tras un millón y medio de años evolucionando lentamente sobre la faz de la tierra, el etiquetado como Homo Habilis, último miembro de la cadena evolutiva de los homínidos, convivía en perfecta simbiosis con su ecosistema. Los elementos (La lluvia y el sol) eran honrados y reverenciados como fuentes fecundadoras, incuestionables para la supervivencia.

Sin embargo, hace cerca de 300.000 años aquel último homínido bípedo de costumbres tribales que se socializaba en clanes y que había llegado a pulir la piedra lo suficiente como para destripar a las bestias de las que se alimentaba, presenció, atónito seguramente, la súbita aparición de lo que parecía ser un pariente radicalmente evolucionado, una especie semejante si bien completamente nueva. Aparecía el Homo Sapiens. Un nuevo ser, provisto de la volumetría craneal suficiente como para cobijar al neocórtex. Sin embargo, este nuevo miembro de la comunidad humana, no tenía todavía la capacidad de reproducirse de modo autónomo. Debieron pasar todavía 250.000 años hasta que entrase en escena un homínido capaz de asumir la consciencia de su individualidad. Hace 50.000 años aparecíamos los Cro Magnones (Homo Sapiens Sapiens). Un salto evolutivo que todavía supone un rompecabezas para la comunidad de antropólogos y que, sin embargo, es sutilmente descrito en el libro del Génesis (2:15) cuando se relata que Adán contraviniendo el mandato divino, mordió el fruto del árbol del conocimiento del bien y del mal...en otras palabras, fue dotado de la capacidad para reproducirse, abandonar su estadio híbrido-estéril.

La comunidad científica, heredera y anclada en postulados darwinianos, todavía no ha hallado una respuesta coherente al extrañamente espontáneo advenimiento de esta especie y todavía se halla tras la pista del deseado 'eslabón perdido' que dé con la clave lógica de un salto evolutivo sin precedentes, la razón de la aparición del Hombre de Cro-Magnon u Homo Sapiens Sapiens, es decir nosotros.

Nuestra vinculación con el planeta que nos ha cobijado ha sufrido, desde entonces, diferentes fases que oscilan entre el más sagrado y reverencial respeto hasta la más profunda de las ignorancias, algo por otra parte totalmente natural si consideramos el olvido que experimentamos a medida que nos alejamos en el tiempo de la fuente de cualquier conocimiento adquirido.

Sin embargo, una multiplicidad de etnias y culturas aborígenes de todo el planeta, herederas más directas de aquel hombre libre, desprovistas ciertamente del excesivo desarrollo intelectual del hombre moderno y, por ello, capaces de mantenerse fieles al recuerdo de sus antepasados, han dado testimonio de la respetuosa consideración que sus ancestros profesaron por la Tierra.

 

Tapuat (la madre tierra para el pueblo hopi) está indudablemente animada por una energía femenina, la misma que los griegos otorgaban a su Gaia, la Gea romana, la Pacha Mama de mesoamérica o la misma Ki de las tradiciones sumerias, el planeta que cobija a todo ser vivo, ya sea animal, vegetal o mineral. No en vano las epopeyas babilónica de la creación del sistema solar, transcriptas por hace 4500 años, y en las que se inspiraron los escribas de la Biblia hebraica, revelaban ya la inconfundible naturaleza femenina de la entonces prototierra:

Enuma Elish: «Cuando, en las alturas, el Cielo no había recibido nombre, y abajo, el suelo firme no había sido llamado; nada [había] salvo el primordial Apsu [el Sol] su Engendrador, Mummu [Mercurio] y Tiamat -la que les dio a luz a todos; Sus aguas se entremezclaron. Ninguna caña se había formado aún, ni tierra pantanosa había aparecido. Ninguno de los Dioses [el resto de planetas] había sido traído al ser aún, nadie llevaba un nombre, sus destinos [órbitas] eran inciertos [erráticas]»

Los llamados dioses de la mitología, aquellos a quienes las tradiciones mesopotámicas y egipcias otorgan el papel de cíclicos transmisores de conocimientos a la humanidad, forjaron con la testimoniada y prolongada presencia entre nosotros los humanos, un deseo de trascender la mortalidad, de probar finalmente el fruto prohibido del árbol de la vida, conocimiento vetado a Adán y Eva desde que fuesen expulsados del Jardín del Edén por el contradictorio Elohim Yahweh. Los lamentos del rey de Uruk, el gigantesco Gilgamesh, por alcanzar la inmortalidad, anhelo expresado para si en virtud de su reclamada calidad de semidiós, reflejan una constante en el hombre, desde la noche de los tiempos, por comprender el sentido de la vida.

Varios fueron los personajes que a lo largo de los siglos marcaron, con sus testimonios filantrópicos, un particular y reconocido hito. Enoch, Ziusudra (el Noé bíblico) Quetzalcoatl (el egipcio Toth), Hathor, Osiris, Isis, Horus, Buda, Krisna, Zaratustra, Jesús, todos ellos comprometidos con el anuncio del fin de los tiempos, el ocaso del yugo de la ancestral servidumbre que pesa sobre nuestras cabezas como especie y con el proceso de emancipación que por derecho corresponde a la humanidad una vez alcance la madurez para valerse por si misma. Todas las legendarias profecías registradas por multiples culturas y etnias apuntan a que, final y felizmente, ese momento está aquí, que estamos despertando a la consciencia de nuestra luz eterna (lux aeterna), la verdadera naturaleza y destino del ser espiritual que somos, una vez concluido el ciclo de experiencias como mortales humanos. Un despertar que, como todos los regresos de un sueño profundo, está siendo doloroso para los que hemos permanecido ajenos a su realidad espiritual.

El dolor de Maria por la muerte de su hijo, el Redentor de la humanidad, es el eje epifánico del Stabat Mater, este poema religioso del siglo XIII. Un dolor que, al ser rememorado con la puesta en escena de esta obra (http://coros.wordpress.com/2012/01/09/stabat-mater-k-jenkins/), reclama un necesario y especial eco, en virtud del testimonio de fraternidad que aquél al que llamaron Jesucristo legó a la humanidad. «amaos los unos a los otros como yo os he amado»... «amarás a tu próximo, igual que te amas a ti mismo» Un mensaje cuya trascendencia nunca podrá ser suficientemente enfatizada.

El resurgir del ostracismo de una feminidad latente en nosotros los humanos, hombres y mujeres, indistintamente del sexo físico del que físicamente estemos revestidos (y ya sabemos con certeza que el cuerpo pasa), supone el fin de un ciclo de dualidad interpretado por las polaridades (masculino/femenino, positivo/negativo, intelecto/sentimiento) que dan luz (procrean físicamente la vida) a este universo. En los albores de una Era dorada de reconciliación entre los opuestos, donde las energías aparentemente enfrentadas se revelan finalmente complementarias, La mater dolorosa, esa ignorada y doliente madre tierra a la que durante nuestro periplo exploratorio por sus dominios tanto hemos ignorado, nos ofrece ahora, transmutándose y renovándose, la promesa de un nuevo amanecer, de un nuevo entorno de paz y armonía en el que ella misma se está convirtiendo.

Una vida sin muerte, una inmortalidad buscada ancestralmente por nosotros como especie en el pasado y cuyo anhelo sigue latente en nosotros en el presente está muy próxima a manifestarse. La parturienta madre tierra, que en nada dista, desde nuestra perspectiva, de la figura de la sufriente Magdalena a los pies de su amado crucificado, nos invita a aceptar el cambio, nuestra legítima metamorfosis, para poder traspasar el umbral de esa nueva morada en la que se está convirtiendo.

A cambio de nuestra consideración por el proceso que ella misma está atravesando, la madre nos abre las puertas de su renovada epidermis. Para todo aquél que sea capaz de renunciar a su beligerancia y fanatismo, para todo aquel que, reconociendo sus intransigencias pasadas, reconozca y abrace miedos que lo atenazan, perdonándose a si mismo, y perdonando a sus hermanos por la falta de perspectiva, por la ignorancia en la que todos estuvimos sumidos respecto de la realidad de la Tierra como entidad viva y consciente que siempre ha sido.

El voluntario 'sacrificio' del espíritu que anima el planeta por alojarnos, sabedor entonces del dolor que le ibamos a causar una vez desconectásemos los diodos del hemisferio derecho para explorar el ámbito de la razón, del intelecto, aceptó la manipulación (y hasta violación) de sus recursos en plena consciencia de su amor por todos nosotros. Por paradójico que suene, todo ello fue parte de un proceso que nosotros mismos planeamos de antemano junto a ella, en virtud de nuestra naturaleza multidimensional, desde el 'futuro' del que procedimos. Un proceso que, no obstante, nos vimos obligados a ocultar atrás el velo del olvido (maya, Isis) debido al necesario trance amnésico que implícitamente se precisaba para experimentar en toda su magnitud la vida como humanos mortales. Un trance del que precisamente ahora somos invitados a despertar.

"Diciendo mi verdad no trato de convencer al escéptico, sino de refrescar la memoria al adepto olvidadizo" (William Blake. Pintor y grabador inglés del s. XVIII)

Es el mismo planeta, la longeva y amada madre tierra, quien solicita ahora ser honrada y atendida en el gran parto cósmico que está atravesando –de cuya prueba son los evidentes dolores y las cada vez más frecuentes contracciones propias de todo nacimiento. Un parto cuyas repercusiones están siendo testimoniadas a más gran escala, en todo el sistema solar, con el astro padre y sus tormentas solares a la cabeza.

Estamos a las puertas de un nuevo salto evolutivo, otro más, sin duda, desde que la vida germinó en la tierra hace 3900 millones de años, si bien de una magnitud sin parangón. Un salto cuya dimensión precisa ser totalmente comprendida. Los narcisistas egos de todos y cada uno de nosotros, inflados y asustados por todas las necesidades de amparo insatisfechas en en todos nuestros pasados (las que reclaman ser - y sin duda serán- expresadas) podrían obstaculizar no obstante la correcta visión de una realidad más vasta y trascendental.

Esta epopeya, iniciada hace cientos de miles de años, testimoniada por los registros escritos incontestables ya mencionados, nos reclama ahora perdonarnos por lo errores de percepción cometidos, errores que tuvieron consecuencias dramáticas, desterrar la creencia en los falsos dioses como la enfermedad, la muerte o el cuerpo, en tal que espejismos a los que idolatramos para sublimar el dolor del caos que nos rodea. Somos invitados por las circunstancias a abandonar nuestros neuróticos papeles, renunciar a los personajes interpretados, a las etiquetas y a las definiciones intelectuales que a nada nos han conducido más que a aumentar el sentimiento de desamparo en el multiescénico teatro de vanidades. Desalojando la escena del drama y retornando no ya a nuestro asiento en el patio de butacas, el mismo que ocupamos cuando accedimos voluntariamente al sueño de la vida material por primera vez, sino al mismo vestíbulo del teatro de la vida, ese lugar de no-tiempo donde podamos re-encontrarnos y re-conocernos, saludándonos con el olvidado y debido respeto que merecen las criaturas divinas que somos. Se nos invita a despojarnos de nuestras máscaras protectoras y lanzarlas pacíficamente a la ya crepitante hoguera de vanidades que globalmente se ha dispuesto a tal efecto, para recuperar y restituirnos los sentimientos, esa integridad dejada una vez en usura a cambio de un ego con el que poder defender los límites de nuestra individualidad en el cuadrilátero de esa densa experiencia que han supuesto los ciclos kármikos de la vida.

Todo ello para que, alineados nuestros cuerpos, emociones y mente, seamos capaces de reconocernos como las eternas criaturas de Dios que somos, la inmaculada e intachable grandeza de nuestra espiritual naturaleza. Creados por el Padre y a la vez cocreadores del universo, nos hallamos en la encrucijada que todo adolescente enfrenta cuando llega el momento de abandonar el nido paterno. Por supuesto que quienes han ostentado el rol de pastores tratarán por todos los medios de evitar la profetizada emancipación de su rebaño. Incluso provocarán la 'ira de los corderos', con tal de arrebatar la paz al hijo de Dios, una paz que le corresponde por derecho. Sin embargo sabemos que la clave para el anhelado fin de las tinieblas y el despertar a la luz se halla en nuestro corazón, la inagotable fuente de nuestra paz, la imperturbable e inviolable residencia de nuestro espíritu. Nuestra misión: disculparnos y congraciarnos con nosotros mismos por medio de la reconciliación con el planeta que nos ha cobijado voluntaria y desintesadamente, así como con todos los seres viviente que lo habitan, sean animales, vegetales o minerales, con los que hayamos compartido esa experiencia, por dolorosa que haya sido.

Si has leído hasta aquí te habrás dado cuenta de que estoy apelando a tu corazón. No me gano la vida escribiendo en este blog, por si esa era tu creencia. Igual que tu, yo también tengo que proveerme de un sustento para mantener cubiertas mis necesidades de supervivencia física y las de los míos. Sin embargo sé que hay un escenario más amplio que explica el aparente caos y pulsión destructiva que bservas a tu alrededor. Todo tiene una razón de ser. Se llama Dios. Siempre lo he sabido y ahora mas que nunca lo siento. Eres un ser eterno. La muerte no existe, no es lo que crees que es. Tu has decidido vivir esto. Tu eres dueño de tu destino. A cada momento. Seas o no consciente de ello. Porque de eso se trata. De estar o no despierto.

Regresar al Amor es todo lo que necesitamos. El amor es suficiente.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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