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lunes, 1 de octubre de 2012

Una utopía...factible?

 

Ana (44):

«De novios éramos felices con vivir al día. No éramos responsables más que de nosotros mismos. Todo parecía muy sencillo. No teníamos miedo. Mejor dicho, lo disimulábamos bien. Éramos jóvenes. Teníamos 22 y 25 años. Pero pasaron 6 años y nuestra dependencia (y a veces devoción) del entorno familiar empezó a pasarnos factura. Nuestras madres empezaron a reclamarnos nietos. Nuestros padres nos sugirieron que sentáramos cabeza, 'Se te está pasando el arroz’, decían mis ‘amigas’ ya casadas…Prejuicios y frases hechas de los que todos hemos sido víctimas alguna vez en mayor o menos medida. Supongo que las convenciones sociales que inevitablemente todos heredamos de las generaciones precedentes nos fueron conduciendo hacia lo que, supusimos, era inevitable. Y lo aceptamos. En nuestro caso: la boda por el rito religioso (el credo concreto no viene al caso).

Jordi era un ‘bala perdida’, como decía su padre. Y en gran parte, a mi me atraía ese espíritu aventurero, su actitud rebelde y contestataria ante la vida, esa que yo hubiera querido tener (y no me atrevía a mostrar en mi casa). Y sin embargo yo, ahora lo confieso (aunque no me daba cuenta entonces), ya venía aleccionada desde casa. En palabras de mi madre –que yo misma adopté como mías– «ya verás, "entrará en cintura", el matrimonio siempre pone las cosas ‘en su sitio’», es decir, a gusto de mamá (y con el tiempo, también el mío).

Una vez casada, despertó del letargo mi personalidad oculta. Muté, sin muy bien percatarme de ello, de la princesa indefensa de cuento de hadas de la que se enamoró Jordi, a sargento mayor de artillería. Pensaba que si mi marido realmente me amaba se le revelaría desde el preciso instante de nuestra boda el don de la clarividencia, es decir, supuse, ingenua (y maquinadora) de mi, que él sabría automáticamente lo que yo pensaba y sentía en cada momento. Sabría qué hacer sin que yo tuviera que decirle nada.

¿Porque me fastidiaba tener que pedir, ya como esposa, lo que para mi era evidente: responsabilidad, compañerismo, lealtad…Esa era la cuestión. Una cuestión que estaba muy anclada en mi inconsciente. Me exigía esa idea. Una idea cuyo arraigo ahora empiezo a intuir. Algo me decía entonces que eso era lo que debía solicitar a cambio de compartir mi proyecto de vida exclusivamente con una persona. Supongo que, a fin de cuentas, mientras somos inconscientes no hacemos nada a cambio de nada. Parece nuestro sino como humanos.

He de reconocer que, durante el noviazgo me ‘disfracé’, que usé estratégicamente mis ‘armas de mujer’, sin darme del todo cuenta, para seducirlo y atraer su atención, sacándolo de las garras de mis potenciales ‘competidoras’. Sabía lo que quería y fui a por ello (es decir, a por él). Y el precio fue alto: dejar de ser fiel a mi misma.

Me enamoré de la imagen idealizada que yo me había hecho de él, de su 'forma de ser', de su personalidad, esa que –ahora lo sé– él mismo había 'vendido' tan bien durante esos años. Lo cierto es que él atesoraba todas las virtudes –y defectos– de mi padre. Simplemente yo no quería verlos.

Una vez casados –ahora lo sé– mis expectativas, mis infantiles necesidades no satisfechas en la infancia, encontraron un terreno abonado para seguir reclamando atención. Buscando a mi padre, el presente me estaba presentando una factura más antigua…el plato frío de lentejas que siempre había ido aplazando. Secretamente estaba buscando un hombre que igualara el atractivo de mi padre pero también alguien a quien reclamarle todas las faltas y ausencias de mi progenitor. Alguien al que, ahora sí (me decía), poder 'cambiar' y esculpir a mi gusto. Ahora, 20 años después, me he dado cuenta, tras un par de años de terapia, de que estaba tratando de resolver lo que Freud llamó el 'complejo de Electra'. Pasé, pues, de creer que podría, una vez casados, 'domesticarlo', a frustrarme y llegar incluso a persuadirme de que él probablemente ni siquiera me amó antes de casarnos (al menos no como yo esperaba).

Las frustraciones de Jordi también estaban secuestradas por su pasado irresuelto.

Curiosamente mi ‘Donjuán’ de juventud prematrimonial se había revelado, en la nueva intimidad conyugal, como un ‘mudo lleno de inseguridades’. El fútbol, en su caso, había pasado de ser la espontánea y genuina pasión dominical de un soltero atractivamente irreverente y contestatario, a convertirse en una vía de escape donde ahogar la frustración de la insatisfactoria vida de pareja que compartía conmigo. Estaba lleno de miedos, a los que yo, por supuesto, contribuí con mis reproches y mis silencios, con mi resentimiento. Y era a mi a quien temía. Como esposa suya yo había tomado el relevo de su madre, mi suegra, esa mujer a la que tanto íntimamente me parecía yo. Mi 'forma de ser' encajaba en el carácter de mi suegra. Él sublimó ese miedo con sus crecientes ausencias a reuniones de amigos, etc…precísamente tal como su propio padre había hecho veinte años atrás. Otros se dan a la bebida…a mi no me consolaba.

A los 3 años de matrimonio me empecé a desenamorar y a sentirme frustrada, condenada a una vida de infelicidad con alguien que no respondía a mis esquemas previstos. Durante esa época pude haber tenido alguna aventura. Ocasiones no me faltaron. Pero he de decir que yo, como la mayoría de mujeres, considero el diálogo como una parte activa muy importante de la relación a la hora de buscar la resolución de los conflictos de pareja. Y estaba convencida de que podía salvar mi matrimonio. Al principio fue por orgullo, pero con los meses me percaté de que poniéndome esa meta podía salvarme a mi misma...El camino, ahora puedo decirlo, fue comprenderle. Llegué a la conclusión de que él, a pesar de todas sus frustraciones, en lo más profundo de su ser –aunque no fuese entonces consciente– realmente deseaba compartir su vida conmigo. Y lo hacia lo mejor que podía, a pesar de que para mi no había sido suficiente. Comprendiéndole a él me comprendí a mi misma.

No negaré que estuvimos muy cerca de divorciarnos. De hecho estuvimos separados una temporada hasta que, como fruto de una terapia de pareja continuada (a la que nos comprometimos los dos a petición desesperada de nuestro hijo mayor) nos dimos cuenta de que podíamos reconciliarnos, no ya solo por el bien de nuestros hijos, sino incluso por el nuestro propio. No todo estaba perdido. No era necesario tirarlo todo al cubo de la basura.

La clave estuvo en que ambos nos dimos cuenta con una sorprendente sincronicidad, que no podíamos seguir arrastrando –y cargando sobre el otro– nuestras personales y narcisistas expectativas vitales. Nos dimos cuenta, cada uno por su lado, de que nuestras frustraciones personales estaban arraigadas en el doble fondo herméticamente cerrado y oculto, hasta entonces , de nuestra amnésica y personal memoria, en nuestra mente subconsciente. Trasfondos dolorosos reprimidos de cuya limpieza era responsable cada uno por su cuenta.

Nos dimos cuenta de que vivir en pareja podía convertirse en la auténtica relación de complicidad que todas las mujeres (y muchos hombres!) soñamos, una relación con la que también poder crecer personalmente. Supimos que era posible amarnos. Cuando tomé conciencia de esto mi mente empezó a girar 180 grados y a reacomodarse…Empecé a darme cuenta de que muchas de mis expectativas no solo habían estado fuera de su alcance, sino que ningún hombre me las hubiera nunca podido satisfacer. Nadie salvo quizá...yo misma. La clave estaba en mi mente, en asumir mi gobierno sobre ella y destronar a la saboteadora interna que me había fabricado a mi medida. Darme cuenta de eso no fue nada fácil. Lo aseguro.

Desde entonces estamos renaciendo de nuestras personales y compartidas cenizas. No es fácil, lo garantizo, ser testigo de los vómitos emocionales de tu pareja, ni sobrellevar (y superar!) el miedo al ridículo ante ella, pero al menos estamos de acuerdo en que dejar de juzgarnos por nuestras debilidades y compartir las emociones, tal como nos prometimos en el altar, es el único camino para poder vivir en armonía y ser capaces de reirnos de nuestras vanidades cuando afloren. La alternativa a ello implicaba perpetuar la búsqueda infructuosa (y la lucha) allá donde fuésemos. Y eso era demasiado desgastante. Mejor optar por la libertad.

He descubierto el origen de mi narcisismo que me obligaba a pisar siempre a fondo el pedal de la exigencia y lo estoy exorcizando. Y me estoy perdonando por la insaciable autoexigencia que me impuse y que no dejaba que creciese la hierba allá por donde yo pasase. Levantar el pie del pedal ha repercutido sanamente en mi pareja que, debo decirlo, supo ver también en mi al espejo de su pasado y no huyó presa del pánico.

La sinceridad, sin duda, nos ha fortalecido. Afortunadamente nuestros hijos han sido testigos de nuestro esfuerzo personal por sanarnos. El patrón que ahora les ofrecemos es más sólido y estable. Lo han notado en todos los ámbitos (estudios, amistades, etc…). Ya no sentimos que el mundo está en perpetua deuda con nosotros. Hemos madurado y recuperado nuestra dignidad. Hemos atravesado un seismo que nos ha lanzado al vacío. Pero la crisis ha sido sanadora porque no hemos huido de ella. Derribadas nuestras máscaras hemos redescubierto el espíritu de aventura sin necesidad de cambiar de pareja. Más vale tarde que nunca…Es como si hubiéramos vuelto a casarnos, esta vez plenamente conscientes del paso que dábamos. De hecho hemos decidido volver a celebrar nuestro compromiso como si de un particular renacimiento se tratase. La ocasión, sin duda, lo merece.

Maria (59)] «Antes de casarme, pensaba que ser feliz significaba obtener aquello que uno quiere. He aprendido, después de treinta y siete años de matrimonio que ser feliz significa amar lo que la vida te presente en cada momento

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