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miércoles, 27 de febrero de 2013

Consuelo

Este mundo, tal y como se ha conocido recientemente, no tiene ya sentido. La hipérbole de delirio ha llegado a su cénit, prueba de que a este limón no hay más jugo que extraerle. Cuando un mecanismo está exhausto y caduco, lo natural, de entrada, es aceptar que ya no sirve más. Esto es precisamente lo que está sucediendo con aquello a lo que englobamos bajo la definición de sistema. Oimos decir que hay que cambiar el sistema, incluso hay voces que abogan por acabar con él, cuando lo cierto es que nada externo hay que cambiar, pues simplemente el cambio ya se está produciendo. El modo en que el proceso está teniendo lugar está sencillamente en consonancia con el estado inconsciente de la colectividad, que no es sino reflejo de la suma de las mentes inconscientes individuales. El caos externo es mero reflejo del caos interno, esa manera a la que nos hemos acostumbrado a abordar los cambios: con resistencia. La resistencia de cada uno de nosotros a afrontar la crisis interna, la que tiene lugar desde nuestra personal esfera de dominio ante los acontecimientos externos que la desencadenan, radica en el miedo a reconocer la responsabilidad de la autoría respecto de lo que está sucediendo, algo de lo que somos artífices, y en lo que estamos involucrados hasta el fondo. La diferencia entre provocar un cambio y dejar que suceda es significativa: la resistencia, la oposición...la negación. En definitiva el miedo a dejar que la vida sea, a permitir que suceda más allá de nuestro gobierno, de nuestro dominio, de nuestro control. Me explicaré.

Pongamos el paso de la adolescencia a la edad madura. Es un proceso natural, una etapa intrínseca del desarrollo del ser humano, al igual que lo es el nacimiento, o la muerte. Una transición que se opera naturalmente. Un proceso que también puede involucrar dolor. Todas las transiciones que la humanidad ha testimoniado han demostrado ser dolorosas...Es lo que tiene nadar contra corriente. Para perseverar e incluso aumentar la fuerza de resistencia, el dolor consecuente debe ser aplacado con anestesia (algo a lo que los humanos tanto nos hemos dejado aficionar desde que el término 'progreso' fue acuñado e incorporado subliminalmente como dogma de fe en el inconsciente colectivo). El dolor es una consecuencia natural de toda crisis. Decimos que somos libres cuando la libertad brilla por su ausencia. No aceptamos reconocer que lo que verdaderamente necesitamos es liberarnos de la carga de dolor que arrastramos tal que en un vía crucis, verdadera causa de nuestro penar.
No hay libertad sin des-apego, sin des-nudez (sin nudos). En la tradición anglosajona, cuando una pareja contrae matrimonio se dice que "han atado el nudo" (they tied the knot). Se trata sin duda de una forma muy ilustrativa de expresar lo que ha sucedido a lo largo de la historia de la humanidad. Emparejarnos emocional, mental y físicamente ha sido la ineludible forma de experimentar la espiral de la dualidad de una forma inherentemente comprometida. Zambullirse en una experiencia genuina solo es posible desde la convicción de que esa experiencia es la única posible, de que no hay otra imaginable, de que es insoslayable. Y para que esa convicción haya podido interiorizarse, fraguarse y manifestarse fue imprescindible librarnos a un proceso de amnesia respecto de nuestra Verdadera naturaleza. Una ingente dosis epidural que nos abstrajese de nuestro origen...Esto ha sucedido durante cientos, miles, decenas de miles de años.

Karma, acción-reacción, causa-efecto, son formas de denominar a la ley que ha regido la experiencia humana en este mundo. Este proceso ya no necesita seguir operándose.
El muro del olvido, el llamado velo de Isis (Māya, para la tradición védica), que las almas aplicaron a sus mentes está siendo levantado. Cada día el mundo es más caótico, ergo menos real, prueba irrefutable de que algo majestuoso está teniendo lugar ante nuestras propias narices. Cada día la linea cronológica del tiempo se desdibuja. Esto es algo maravilloso, una oportunidad que nunca antes se había producido y por la que todas las huestes angelicales no encarnadas se regocijan. El angel en ti también está pletórico, pero su naturaleza humana se resiste a soltar la adhesión a sus apegos, sus dependencias, sus expectativas y juicios, sus creencias y postulados, sus opiniones, su NECESIDAD de comprender, por medio del raciocinio y la intelectualidad el a todas luces incomprensible proceso que su entorno está testimoniando.
Lo que un día fue un contrato de necesario silencio ahora debe ser rescindido. Cuando las preguntas más esenciales (¿quien soy?¿qué propósito tiene mi presencia en el mundo?...). Y una de las partes implicadas en ese contrato es la mente humana. Sucede, no obstante, que la mente, otrora nítido canal de comunicación y puente entre todos los mundos ingrávidos y gentiles y las esferas dimensioales más densas como ésta, se halla prisionera de su propio compromiso, el de mantener en silencio su eterna y libre naturaleza. Se ha aficionado a creer que solo existe lo que percibe a través de los escasos cinco sentidos de los que está dotado el cuerpo físico que le sirve para contactar con "esta" realidad. Esta creencia o conjunto de creencias y aficiones y adicciones (apegos) está arraigada en una actitud escapista, el miedo a sentir algo que en otros dominios dimensionales no existe: el dolor. El sistema actual, la mente colectiva, en vías de extinción acude a tácticas disuasorias para evitar a toda costa que nuestra esencia se haga cargo de su cuerpo emocional, que no es sino la esponja donde se ocultan y acumulan todos los miedos inconfesos. El miedo a nacer, el miedo a respirar, el miedo al abandono, a no comprender, a no ser comprendido, miedo a permitirse mostrarse alegre, a ser juzgado por expresar naturalmente los sentimientos. Miedo a hablar el lenguaje del corazón, el único idioma desde el que un alma se puede comunicar con propiedad. Sobre-vivimos (vivimos por sobre, por encima de) esta vida, sufriéndola en lugar de disfrutarla. Es cierto. Y los sufrimientos no son sino las mini-dosis de dolor que nos permitimos experimentar, como la presión de una olla que periódicamente escapa (por donde menos lo esperamos), fugas necesarias sin las que ni siquiera habríamos llegado a salir del canal uterino. Sufrimos cada vez que nuestras expectativas no se cumplen, cada vez que nuestros aleatorios e infames picos de euforia caen por debajo de nuestro umbral de tolerancia al dolor (perdemos un trabajo, perdemos una inversión, perdemos un hijo, un padre, perdemos...). Nos hemos decidido a pasar la vida salpicada de interminables momentos de sufrimiento, todo con tal de no mirar al miedo de frente y dejar que te atraviese cual Tsunami, cualquier excusa con tal de postergar sine die el confrontameinto con la madre de todos los sufrimientos.

Nos negamos a ver el lado luminoso de la vida porque el muro tras el que se esconde esa luz es demasiado insoportable de asumir. Por eso nos resignamos a malvivir, escupiendo, en el interim, a diestro y siniestro a quienes escogemos como compañeros de vicisitudes, utilizándonos recíprocramente como retretes en los que vomitar nuestra ira. Eso es un hecho. La necesidad no satisfecha de ser amados empuja a los ángeles humanos que somos a ampararnos bajo el paraguas de la desconfianza, y eso afecta a todos los órdenes del sistema. Las sonrisas del breve estadio de pureza que constituye la primera infancia, pronto desaparecen para dar paso a los ceños fruncidos y al miedo a ser. Desde el miedo se bifurcan dos lineas de comportamiento que muchas veces se entrecruzan, dos arquetipos que conviven muy íntimamente: la víctima y el verdugo. Ambos son expresiones del cuerpo emocional, ese niño interno junguiano que todos portamos dentro y que constituye nuestra más genuina esencia, que clama todavía y seguirá clamando por ver satisfecha de una vez por todas la necesidad de sentirse bien recibido, de ser amado y poder amar sin censura. Sin embargo esta necesidad difícilmente es satisfecha puesto que el mecanismo individual desde el que se retroalimenta la abundancia colectiva está atrofiado. Ante la creencia en la imposibilidad de acceder a dicha abundancia, la mente se ha abocado bien a una búsqueda insaciable de sustitutos que calmen, si bien temporalmente, el ansia de paz. Pero esa paz nunca termina de llegar desde ningún dispositivo lúdico, institución u organismo público o persona externa.
La Paz que tanto ansiamos –y que persiste en no acudir a nuestro rescate– es como esa montaña mágica que nos está diciendo: "es hora de que no esperes más y vengas tu a por mi".

Si la montaña no va a Mahoma, Mahoma irá a la montaña.


Rescatar la paz interna, latente, en modo de stand by, la que nos es propia pero tuvo que recluirse, entregarse en la consigna del teatro de a vida, para así lograr anestesiar el dolor, imposible de padecer a tan temprano y frágil estadio de la vida, el dolor de estar en carne viva en un mundo inhóspito. Un dolor con el que debemos permitirnos conectar, toda vez que la hecatombe colectiva nos está sirviendo en bandeja esa posibilidad, invitándonos en su ocaso a retrotraernos hasta las escenas del crimen irresuelto del que fuimos víctimas. Hasta que la víctima (Mr. Hyde) no es reconocida y su rabia expresada, el verdugo (Dr. Jeckyll) no descansa enjuiciando, condenando y ajusticiando a los 'culpables externos'.
La humanidad, en su huida del dolor, se ha agarrado a una máxima que ahora se revela insostenible: "para atrás nunca, ni para coger impulso". Sin embargo la revisión de las cloacas ya está teniendo lugar...no es algo que haya que proponerse, sino aceptar, y librarse a las emociones (descargas de incomprensión) que van asociadas. Solo la catarsis libera y predispone para ver el mundo con ojos amorosos. Solo en la medida que hemos atravesado el dolor somos capaces de amar. Observa a alguien genuinamente compasivo y descubrirás un corazón suturado por las profundas heridas del alma.
Revivir el dolor para poder sublimarlo y trascenderlo. La responsabilidad de cada uno. Una empresa sin duda nada fácil a tenor de la deriva acomodaticia a la que nos hemos aficionado como especie, comodidad que ahora reclama su tasa, conduciéndonos al callejón sin salida desde el que, acorralados, solo podemos salir de la mano de nuestra paz. La única que puede imprimir el necesario golpe de timón que la nave colectiva humana necesita para que esta gloriosa epopeya termine en buen puerto es integrar en nuestra consciencia las páginas borradas de nuestro pasado. Ahí radica la responsabilidad a la que todos nos comprometimos al venir a la Tierra.

«No penséis que he venido a traer paz a la tierra. No he venido a traer paz, sino espada. Sí, he venido a enfrentar al hombre con su padre, a la hija con su madre, a la nuera con su suegra; y enemigos de cada cual serán los que conviven con él. El que ama a su padre o a su madre más que a mí, no es digno de mí; el que ama a su hijo o a su hija más que a mí, no es digno de mí. El que no toma su cruz y me sigue detrás no es digno de mí. El que encuentre su vida, la perderá; y el que pierda su vida por mí, la encontrará. Quien a vosotros recibe, a mí me recibe, y quien me recibe a mí, recibe a Aquel que me ha enviado. Quien reciba a un profeta por ser profeta, recompensa de profeta recibirá, y quien reciba a un justo por ser justo, recompensa de justo recibirá. Y todo aquel que dé de beber tan sólo un vaso de agua fresca a uno de estos pequeños, por ser discípulo, os aseguro que no perderá su recompensa. Y sucedió que, cuando acabó Jesús de dar instrucciones a sus doce discípulos, partió de allí para enseñar y predicar en sus ciudades. (Mt. 10:34)



Doy gracias por poder seguir disponiendo de una conexión a internet y de la inspiración para comunicar desde el corazón.


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