Yo tenía 7 años cuando la masacre que constituyó la guerra de Vietnam. No fui afortunadamente consciente de lo que pasaba en Oriente medio en la década de los 70 y 80. Ahora soy adulto y me siento conscientemente parte del sistema que está derrumbándose. La sociedad somos todos. El sistema no es un Ente externo del que haya que huir o abominar. Cada uno de nosotros, con nuestras singularidades y peculiaridades, formamos parte y enriquecemos los resortes de ese sistema del que nos hemos alimentado, nos ha nutrido y ahora se ha quedado obsoleto. Y ahora nos estamos despertando de golpe del sueño de la llamada sociedad del bienestar en la que los afortunados habitantes del hemisferio norte estábamos sumidos en mayor o menor medida. Restricciones de soberanía, devaluaciones de divisa, desocupación, indignación, barricadas…todo lo que pasa ahora aquí, ya sucedió con antelación en otros lugares del mundo…esas repúblicas a las que muchos denominaban altaneramente como 'bananeras'. Por si no tuviste, como yo, acceso a estudios de historia económica, has tenido la suerte de que te lo hayan relatado aquellos que han buscado recientemente en Europa un lugar de acogida al que huir de la miseria a la que el sistema, aquí inventado, les condenó en sus países.
Los acontecimientos puntuales (la Primavera del Magreb, Fukushima, Huracanes, terremotos, Tsunamis, 15-M…) obedecen a factores más vastos que escapan a la comprensión racional. A pesar de que muchos traten de meter la cabeza en un hoyo (TV…), los terribles acontecimientos bélicos y económicos globales están sobre la mesa y nadie ya puede permanecer ajeno, ni siquiera en los países llamados desarrollados. Y sin embargo, difundir la infamia de los renovados intentos colonizadores de la económicamente privilegiada élite del mundo, lamentablemente no aporta más que leña al fuego de la llamada indignación popular.
¿Quién está libre enteramente de culpa? Nadie. ¿Quién tiene las manos completamente limpias de actos corruptos? Nadie. Todos tenemos deudas pendientes con nuestra propia dignidad. Nadie más que nosotros mismos puede ser responsabilizado de los obstáculos que hemos hallado en el camino.
¿Quién está libre enteramente de culpa? Nadie. ¿Quién tiene las manos completamente limpias de actos corruptos? Nadie. Todos tenemos deudas pendientes con nuestra propia dignidad. Nadie más que nosotros mismos puede ser responsabilizado de los obstáculos que hemos hallado en el camino.
Entonces ¿qué hacer para ejercer alguna influencia positiva en el teatro del mundo? ¿Hay algún rayo de esperanza para el futuro de la humanidad?
Siento que la solución está en dejar de ofrecer resistencia al colapso. Estamos siendo testigos desde prácticamente los albores del siglo XX (crack de la bolsa de Wall Street de 1929) de un derrumbe intencionado y en cadena del telón de un escenario en donde la humanidad ha interpretado una 'comedia divina'. Y la respuesta ha estado siempre –y ahora más que nunca– en el interior, en aceptar la realidad de nuestro microcosmos, y de las heridas emocionales que arrastramos, cuya expresión censurada nos obstaculiza para alcanzar la visión macrocósmica del propósito de la vida, como especie, en este planeta. Todos deberíamos sacar del armario, exorcizar nuestros trapos sucios. Para conectar con la luz interior que provee de paz y equilibrio es necesario desalojar la casa propia de toda la basura mental heredada a nuestro pesar.
Escondida en los cuartos oscuros de la vergüenza, la frustración, la culpa, el orgullo, emociones todas ellas hijas del dolor sufrido por el abandono experimentado desde muy temprana edad tanto microscópicamente en el contexto del lapso de una vida, como desde la óptica de nuestra existencia como almas individuales cuando empezamos nuestro periplo exploratorio. Un periplo que ahora mismo, en los albores del s. XXI, está a punto de experimentar un salto exponencial que muy probablemente sea del calado del experimentado por el Homo Erectus al evolucionar, de modo genéticamente controlado hacia el Homo Sapiens.
Admitámoslo. Reconozcamos que todos nos hemos sentido abandonados, que sufrimos un abandono frente al que no tuvimos más defensa que experimentar miedo. El miedo, ese motor que nos ha hecho 'progresar', que nos ha obligado a crear fronteras, imponer limitaciones y restricciones con las que hacer de la vida como humanos una experiencia más individual, contar el tiempo cronológicamente para, de algún modo, poder hacer más tolerable la espera hasta que la energía de la que salimos regrese para que salgamos a su encuentro, despiertos y confraternizados tras un ciclo de vidas muy aleccionador. El tiempo ha 'pasado', pero como todo, también el tiempo se termina (los mayas lo avisaron con su calendario), al menos tal como lo hemos conocido, es decir, de un modo lineal.
Lo mejor que le podría pasar al mundo ahora mismo sería que todos voluntariamente parásemos las máquinas, hiciésemos un rescate ('rewind') mental cautelosamente progresivo, permitiéndonos atravesar el túnel de nuestra personal catarsis, levantando poco a poco las capas de la cebolla donde se alojan las infamias y los ultrajes padecidos (y los cometidos). Estar ocupados mirando hacia adentro exponiendo conscientemente las fechorías que nuestras diferentes personalidades (arquetipos jungianos) han perpetrado en nosotros y en otros seres es, también, la mejor manera de dejar al mundo en paz, de devolverle el sosiego necesario para que el ser que lo habita, la Pacha Mama de los indígenas americanos pueda llevar a cabo su necesitada purga. La verdadera crisis está en la mente de cada individuo, y esa crisis no es globalizable, no se puede, digamos, meter en el mismo saco de la llamada indignación común, antes de haber atendido a las heridas personales originadas en las necesidades insatisfechas. Necesidades éstas, personales e intransferibles, que cada alma específicamente está reclamando sean satisfechas.
Por mucho que nos bombardeen las mentes desde campañas publicitarias (instituciones públicas, gobiernos, corporaciones, lobbies, organismos internacionales…) no podemos controlar nada más allá de la esfera de dominio más sagrada, la que constituye nuestra consciencia individual. La Consciencia de que somos seres eternos, con un futuro brillante frente a nosotros, y frente a quienes se halla toda una hermandad de seres que esperan, anhelantes, nuestra decisión consciente de ir a su encuentro y reencontrarnos.
Ya sé que suena esotérico, pero no por ello debo dejar de repetirlo: la vida es un sueño del que conviene despertar. Con urgencia.
Escondida en los cuartos oscuros de la vergüenza, la frustración, la culpa, el orgullo, emociones todas ellas hijas del dolor sufrido por el abandono experimentado desde muy temprana edad tanto microscópicamente en el contexto del lapso de una vida, como desde la óptica de nuestra existencia como almas individuales cuando empezamos nuestro periplo exploratorio. Un periplo que ahora mismo, en los albores del s. XXI, está a punto de experimentar un salto exponencial que muy probablemente sea del calado del experimentado por el Homo Erectus al evolucionar, de modo genéticamente controlado hacia el Homo Sapiens.
Admitámoslo. Reconozcamos que todos nos hemos sentido abandonados, que sufrimos un abandono frente al que no tuvimos más defensa que experimentar miedo. El miedo, ese motor que nos ha hecho 'progresar', que nos ha obligado a crear fronteras, imponer limitaciones y restricciones con las que hacer de la vida como humanos una experiencia más individual, contar el tiempo cronológicamente para, de algún modo, poder hacer más tolerable la espera hasta que la energía de la que salimos regrese para que salgamos a su encuentro, despiertos y confraternizados tras un ciclo de vidas muy aleccionador. El tiempo ha 'pasado', pero como todo, también el tiempo se termina (los mayas lo avisaron con su calendario), al menos tal como lo hemos conocido, es decir, de un modo lineal.
Lo mejor que le podría pasar al mundo ahora mismo sería que todos voluntariamente parásemos las máquinas, hiciésemos un rescate ('rewind') mental cautelosamente progresivo, permitiéndonos atravesar el túnel de nuestra personal catarsis, levantando poco a poco las capas de la cebolla donde se alojan las infamias y los ultrajes padecidos (y los cometidos). Estar ocupados mirando hacia adentro exponiendo conscientemente las fechorías que nuestras diferentes personalidades (arquetipos jungianos) han perpetrado en nosotros y en otros seres es, también, la mejor manera de dejar al mundo en paz, de devolverle el sosiego necesario para que el ser que lo habita, la Pacha Mama de los indígenas americanos pueda llevar a cabo su necesitada purga. La verdadera crisis está en la mente de cada individuo, y esa crisis no es globalizable, no se puede, digamos, meter en el mismo saco de la llamada indignación común, antes de haber atendido a las heridas personales originadas en las necesidades insatisfechas. Necesidades éstas, personales e intransferibles, que cada alma específicamente está reclamando sean satisfechas.
Por mucho que nos bombardeen las mentes desde campañas publicitarias (instituciones públicas, gobiernos, corporaciones, lobbies, organismos internacionales…) no podemos controlar nada más allá de la esfera de dominio más sagrada, la que constituye nuestra consciencia individual. La Consciencia de que somos seres eternos, con un futuro brillante frente a nosotros, y frente a quienes se halla toda una hermandad de seres que esperan, anhelantes, nuestra decisión consciente de ir a su encuentro y reencontrarnos.
Ya sé que suena esotérico, pero no por ello debo dejar de repetirlo: la vida es un sueño del que conviene despertar. Con urgencia.
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