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martes, 3 de abril de 2012

Milagros. Haberlos haylos.

Anteayer estaba en la cola del centro de atención médica esperando para tramitar la tarjeta sanitaria de mi hija. Solo atienden los jueves de seis y media a ocho de la tarde. Llevábamos (mi hija me acompañaba) más de una hora esperando. La gente se empezaba a impacientar, pues la atención era muy lenta, posiblemente debido al hecho de la huelga general. Los sarcasmos y chistes ácidos acerca de la ineficacia de la burocracia sanitaria, mezclado todo con el contexto financiero presente, teñían el ambiente. Finalmente quedaban dos personas por ser atendidas antes que nosotros, una de ellas atravesaba en ese mismo instante el umbral de la puerta del despacho. Fue entonces cuando mi hija me preguntó:
- Papá,¿falta mucho?
-Tan solo un minuto, le respondí. Nuestro turno ya llega.
Y le mostré las manecillas del reloj. Mira, cuando la segundera, la que se mueve más aprisa, de una vuelta completa, nos recibirán.

La joven madre que estaba junto a nosotros y que tenía un turno algo posterior al nuestro, y que inevitablemente había escuchado el diálogo, me miró con cara de extraño.Si me preguntas porqué dije eso, no sabría decirte. No fue petulancia ni altanería, porque nada hasta entonces hacía prever que el ritmo cansino de atención al público se fuese a acelerar repentinamente. Fue una sensación de confianza que me decía que no era necesario pasar ya más tiempo en aquella triste sala. Dicho eso, dejé de mirar el reloj y me invadió una profunda tranquilidad.Lo que sucedió en el lapso exacto de un minuto fue lo siguiente:La persona cuyo turno era inmediatamente previo al nuestro, una mujer de mediana edad con el pelo completamente blanco, decidió levantarse y abandonar la sala de espera tras haber recibido una llamada inesperada. Transcurridos unos instantes la puerta del despacho se abrió y la persona que se hallaba en su interior se despidió con palabras de amabilidad. La enfermera pidió quién era el siguiente. Sabiendo todos que la mujer del pelo canoso se había ido, todos me señalaron a mi. La muchacha que estaba sentada junto a mi me miró con ojos incrédulos al tiempo que observaba alternativamente las manecillas de su propio reloj. Había transcurrido exactamente un minuto.

 

Los milagros ocurren todos los días. Tan solo hay que estar atentos. Todo lo que existe y se plasma en algún tipo de densidad es fruto de la germinación de un pensamiento, la voluntad creadora de alguien. La vida misma, en todas sus facetas, eso que todos damos por sentado como un hecho incuestionable, es un milagro en toda regla. El mero hecho de estar respirando es motivo más que suficiente para plantearnos la grandiosidad de lo que llamamos la creación, a falta de otro término más preciso o menos masticado. Corremos de aquí para allá desconectados muchas veces del regalo del mismo entorno, de la genialidad que se esconde incluso en nuestro propio cuerpo físico, ese mecanismo de inimaginada perfección. Quizá estemos ante uno de esos momentos claves de la historia globalmente adecuados para resintonizarnos con las verdaderas prioridades, conectar con lo esencial de nosotros y liberarnos de lo supérfluo, esa capa de resentimientos acumulados y arrastrados por el camino de experiencias. Muchas son las cosas com para dejarlas pasar por alto. Sé que cuesta ponerse el chip de la trascendencia, máxime cuando la existencia ha estado plagada de monotonías o sinsabores, pero todos tenemos el poder para detener la vorágine de violencia verbal o física. Todos tenemos la capacidad de perdonar, único recurso para restablecer el sentido común, desbordado actualmente ya sea por un exceso de irascibilidad emocional o maniatado por un rígido control intelectual. Ambas cosas, mente y emoción han reinado de modo polarizado en este mundo. Ambos extremos son tiranos desatados que se han enfrentado sistemáticamente durante siglos, sino miles de años. Es tiempo de operar dede el corazón, el centro de poder real que nunca juzga, que nunca ataca porque no necesita defenderse. ¿En qué consiste eso? Recuerda tu más tierna infancia, cuando todo estaba por descubrir. Haz memoria y rescata esa parte inocente de ti, presta a abrirse a la aventura de vivir, tu niño/a y entrégate a su modo de observar la vida. Si no puedes, lo cual podría ser comprensible, fíjate en los niños, antes de los 7 años. La plenitud con la que experimentan la vida. La solidez (y al tiempo fragilidad) de sus certidumbres. Dan incondicionalmente. No hay nada que canjear, pues ninguna carestía futura hay que temer. ¿Que piden también? Normal...los mágicos resortes de la reciprocidad son incuestionables en la edad de la inocencia.

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