Tendría Jeshua unos siete años cuando sus padres, José y Myriam lo llevaron por primera vez al Templo judío. El niño, de carácter tranquilo por naturaleza, permaneció silencioso mientras sus padres le explicaban la importancia de ciertos ritos judíos. A la salida del templo un mercadillo se sitúa en la fachada colindante al mismo. Jeshua se separa, en un descuido de sus padres, en la curiosidad que le produjo un pequeño caño de agua que bordeaba el camino.
El sistema de alcantarillado romano hacía que las aguas vertidas en la calzada se desviaran por los laterales de la misma, de forma que a veces quedaban suspendidas en ellas restos de ramitas e incluso semillas que se habían volado de los tenderetes por efecto del viento.El niño se colocó en cuclillas observando las aguas y su destino, y tomando algunas piedras del camino comenzó a disponer algunas de ellas, enfrascado en una actitud laboriosa, desentendido de la falta de presencia de sus padres.
Myriam, que llevaba rato en su búsqueda, lo sorprendió rodeado de otros niños que lo observaban en actitud curiosa, mientras que Ben José cerraba un negocio que le habían propuesto a su paso por el mercado.
Cuando la madre se acercó al grupo de infantes se sorprendió al comprobar la extraña construcción que su hijo había realizado. Con piedras y astillas de madera trabadas había construido una estructura que hacía que el agua se deslizara por debajo de la misma.
— ¿Cómo se llama eso que haces? — preguntó una niña al pequeño Jeshua.
— Es un puente...
— ¿Y para qué sirve?
— Para comunicar almas…
Myriam no daba crédito a sus oídos…"comunicar almas"… ¿de qué estaría hablando su hijo?
No obstante Myriam seguía sintiendo una curiosidad especial por las palabras de su hijo, y de vuelta a casa le preguntó:
– Hijo, ¿a qué almas se referían tus palabras?
El niño la miró con compasión:
– Madre… hablo de las almas perdidas entre el mundo del corazón y el mundo de la razón. Si en ellas ambos mundos no se concilian es muy difícil mantener el equilibrio.
Myriam seguía sin comprender. Aquel niño se expresaba de una forma desconocida en los demás críos de su edad.
– Madre… a veces las personas razonan y sus corazones no admiten tales argumentos…sus emociones les hacen sentirse tristes porque no están en consonancia consigo mismos. Esa desazón es la señal de que viven a caballo entre dos mundos que están separados. Yo construiré los necesarios puentes, madre… Mi padre del cielo me dará las indicaciones.
Ben José caminaba en silencio junto a ambos. No solía intervenir cuando su hijo hablaba porque guardaba la certeza de su propio aprendizaje a través de las palabras del niño. Así se lo hizo saber hacía años el ángel: “El hijo del hombre no es de este mundo, mas intentará salvar al mismo a través de la palabra del Padre”.
Josué era cada vez más consciente de que aquel niño se manifestaba a través de un conocimiento impropio de su vivencia terrena. Podría decirse que el niño traía en su memoria un comportamiento adquirido, como el que poseen los pájaros cuando extienden sus alas y nos aborda la certeza de que saben que pueden volar y sin duda acaban por hacerlo, sin ningún tipo de aprendizaje ni duda en sus actos.
(Extracto de "La hija del carpintero").
«Mi físico es el envase que me representa frente a los demás. Yo, en realidad soy lo que hay dentro de él. Soy el contenido, no el continente.»
Anónimo
«I maintain my pride in the face of men, but I abandon it before God, who drew me out of nothingness to make me what I am.»
Alexandre Dumas
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