Quizá creamos que la fuente de toda disputa este plano/Planeta entre facciones opuestas se debe al interés de unos, más privilegiados materialmente, por dominar a otros menos favorecidos, o al menos para perpetuar cualquier desigualdad ya existente. Pero eso no dejaría de ser una perspectiva un tanto maniquea, en cuya adhesión se ha fundamentado la llamada lucha de clases, aceptada desde el advenimiento del marxismo. En el fondo esta lucha estaba destinada a perpetuar precísamente las desigualdades que afirmaba combatir. Para que alguien necesite someter a otro, es preciso que esa intención esté arraigada en la desconfianza. Y quien desconfía de alguien, necesita fabricar argumentos sostenibles mediáticamente con los que sustentar sus ocultas y verdaderas acciones dominadoras.
Detrás de la falta de confianza se esconde ineludiblemente el secretismo, la tendencia planificada a ocultar algo cuyo alumbramiento desestabilizaría el statu quo imperante.
Cuando sientes confianza en alguien todos los acuerdos son posibles, pero si hay desconfianza puedes apostar la vida a que alguna de las partes (si no ambas) tiene algo que ocultar. Y quien algo oculta siente vergüenza, habitualmente maquillada con los ropajes del orgullo, ese recurrente comodín al que nos hemos acostumbrado a apelar cuando nos sentimos entre la espada y la pared.
Hay muchas emociones involucradas en la olla diaria de la convivencia, y la madre de todas ellas, la raíz que engloba todos los ocultamientos y censuras, la que no entiende de razonamientos o análisis es una y muy clara: el miedo. Pero ¿Miedo a qué?
Ya sé, dirás que no tienes miedo. Y mentirás. Y agradecerás que te llame mentiroso porque es mejor que llamarte psicópata. Todos tenemos miedo. Si no seríamos unos alegres suicidas (por no hablar del dolor que probablemente ocasionaríamos al exponer a seres queridos a situaciones de riesgo real). Pero hay dos tipos de miedo. El miedo a lo conocido, mejor dicho lo recordado/consciente y el miedo a lo olvidado/inconsciente. La diferencia entre ambos es básicamente una. El miedo a lo que conoces no "desata" tu violencia. Esa respuesta es solo propia de quien no comprende algo y reacciona con lo último que le queda, como los gatos acorralados.
El miedo ante el riesgo conocido, ergo asumible, te permite adaptarte a las circunstancias. Es un mecanismo que alerta acerca de las amenazas reales, poniendo automáticamente en marcha un mecanismo propicio de supervivencia ("el cielo se oscurece y se avecina un vendaval=me refugio"; "un virus irrumpe en mi aparato digestivo=relajo mi dieta y permito que mi sistema inmunológico se ponga en funcionamiento sin obstaculizarlo", etc...). Si estás convaleciente, no tienes miedo, simplemente estás tomando medidas para reajustar tu cuerpo físico al entorno.
Pero hay un miedo que derriba, en lugar de fortalecer, tus defensas naturales. El miedo a lo desconocido, mejor dicho, a lo olvidado, pues nada es desconocido, tan solo vamos recordando, poco a poco, lo que siempre hemos sabido pero una vez "decidimos" olvidar...)
El miedo a lo olvidado es muy poderoso y se nutre de todas las pequeñas circunstancias que la vida te presenta. ¿Pero por qué se nutre? ¿Por qué necesita crecer? Muy sencillo, porque en un nivel profundo de tu psiquis deseas reactivar tu memoria. El miedo a lo desconocido es un mecanismo natural para adquirir conocimiento. Un mecanismo que acepta el riesgo en su decidida búsqueda de pistas en el camino, símbolos que despejen la confusión inicial y rescaten el "recuerdo madre", un episodio o conjunto de ellos que son responsables de la activación de la sensación de desamparo que inunda la cotidiana exstencia. Por paradójico que suene (y por mucho que nos inflemos a azúcares refinados y alcohol (via habitual de escape de las personas depresivas) o a alimentos con exceso de sodio (propio de las personas coléricas), en el fondo no queremos olvidar sino recordar.
Huir del miedo (negarlo) es la prueba de que lo "tenemos". Digamos que estamos programados para activar la solución aunque parezca que huimos de ella. El miedo a lo desconocido paraliza bien toda capacidad de respuesta (incluida la risa) o bien desata, como decimos, un frenético y desproporcionado despliegue de medios para impedir que tal amenaza fructifique. Temer a algo intangible (la suciedad doméstica, la inseguridad ciudadana, un atentado terrorista, el hambre, un meteorito, el alzheimer...), que en pura lógica no pone en peligro nuestra subsistencia ahora, es la prueba de que hubo una vez un evento, olvidado obviamente, que sacudió inesperadamente nuestra capacidad de salvaguarda. Un evento vinculado al abandono emocional, el confinamiento o abiertamente a una agresión física en una etapa de nuestra existencia lo suficientemente frágil como para no estar lo suficientemente provistos de las adecuadas defensas (la mayor de ellas precisamente la confianza). Una etapa que naturalmente ya habrás ubicado en el tiempo: la infancia.
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Si lo deseas puedes compartir algún comentario...