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viernes, 27 de mayo de 2016

Hace mucho tiempo...

Hace mucho, mucho tiempo, en la casa de nuestros antepasados, se presentó un invitado inesperado. A pesar de sus extravagantes procedimientos y maneras orgullosasenerosos como éramos por naturaleza, no dudamos un instante en darle cobijo. Así de generosos éramos. Y es que nunca habíamos tenido miedo de lo extraño, de lo desconocido. Teníamos miedo, sí, de las inclemencias de los elementos conocidos (las fieras, el clima...) de los que sabíamos protegernos y al tiempo respetar y honrar, es decir convivir, pero no sabíamos temer a lo desconocido.
Llegó y se instaló. Y poco a poco fue apropiándose de la vivienda. Empezó a aconsejarnos, a organizarlo todo, a cambiarnos las costumbres, a juzgar, a planificar...nos enseñó a pensar. Estaba en su ADN. No podía evitarlo. Era así, diferente a nosotros. Lo cierto es que nunca dijo cuándo se iría. De hecho, sin apenas darnos cuenta dejó embarazadas a nuestras hermanas e hijas, que eran suficientemente compatibles con él en términos genéticos (hermosas, las llamaron). Y nuestros nietos empezaron a dejar de ser simplemente como nosotros y nuestros padres siempre habían sido. Querían más, anhelaban parecerse a sus heróicos/beligerantes y combativos padres. La convivencia se fue haciendo insostenible. Abandonamos nuestras tradiciones e incorporamos las del invitado. Nuestros recuerdos empezaron a borrase de nuestras memorias. Al cabo de tres generaciones ya no sabíamos quienes éramos. Estábamos confundidos. Y la única salida a esa confusión parecía ser huir hacia adelante, imitar al invitado: correr, conquistar, vencer -y necesariamente derrotar a alguien (cuyos hijos no olvidarían esa afrenta), acumular. En el fondo buscábamos recuperar la confianza pasada en los ritmos tranquilos y naturales que vagamente sabíamos que nos pertenecía, pero no hallamos otro camino que anular la de los otros. Incluso las madres se contagiaban. Querían que sus hijos (y no los de otras) fueran los más poderosos y así les aleccionaban. Y claro, no había tiempo para condolerse, para sentir el dolor. No había tiempo para nada porque el tiempo pedía más madera, lo regía todo. Todo se estaba fragmentando por que todo se empezó a medir. Nada se observaba por completo sino en fracciones de si mismo. Nos habíamos fraccionado. No nos dábamos cuenta, pero estábamos aprendiendo a funcionar por reacción, aprendiendo a batallar. Todo se medía en función de las afrentas que debían ser resarcidas. Las bestias, antaño hermanas y en perfecta simbiosis con nuestros ritmos, huyeron despavoridas de nosotros. Tampoco ellas nos reconocían. Empezamos a observar a nuestra casa como un recurso que explotar antes que un hogar donde cobijarnos. Y la casa no se quejó. Aceptó su destino. No se rebeló. Al contrario. Aceptó abrir sus venas y entregarnos su simiente, su negro jarabe.
Pero un día la casa empezó a avisar de que su tiempo de aceptación había terminado. Que su karma se había cumplido y que iba a proceder a su refaccionamiento, pues el tiempo de las fracciones había concluido y regresaba el de la unidad. Hacía falta que recuperásemos la inocencia perdida para estar, de nuevo, abiertos a lo inesperado, sin prejuicios, sin miedosa lo desconocido. Algunos escucharon esa llamada de la Tierra y recordaron (religaron) con dolor todos sus recuerdos, desandaron con su memoria renacida el doloroso proceso de desarraigo que el visitante había producido. Y una vez recordado el momento del violento cambio, aceptaron. Y dejaron de batallar. Otros quedaron anclados a la deriva escapista. Y la Tierra se cobró su peaje.

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