Hace mucho, mucho tiempo, en la casa de nuestros antepasados, se presentó
un invitado inesperado. A pesar de sus extravagantes procedimientos
y maneras orgullosasenerosos como éramos por naturaleza, no dudamos
un instante en darle cobijo. Así de generosos éramos. Y es que nunca habíamos tenido miedo de lo extraño, de lo desconocido.
Teníamos miedo, sí, de las inclemencias de los elementos conocidos (las
fieras, el clima...) de los que sabíamos protegernos y al tiempo respetar y honrar,
es decir convivir, pero no sabíamos temer a lo desconocido.
Llegó y se instaló. Y
poco a poco fue apropiándose de la vivienda. Empezó a aconsejarnos, a organizarlo todo, a
cambiarnos las costumbres, a juzgar, a planificar...nos enseñó a pensar. Estaba en su
ADN. No podía evitarlo. Era así, diferente a nosotros. Lo cierto es que
nunca dijo cuándo se iría. De hecho, sin apenas darnos cuenta dejó embarazadas a
nuestras hermanas e hijas, que eran suficientemente compatibles con él en términos
genéticos (hermosas, las llamaron). Y nuestros nietos empezaron a dejar
de ser simplemente como nosotros y nuestros padres siempre habían sido.
Querían más, anhelaban parecerse a sus heróicos/beligerantes y combativos padres.
La convivencia se fue haciendo insostenible. Abandonamos nuestras
tradiciones e incorporamos las del invitado. Nuestros recuerdos
empezaron a borrase de nuestras memorias. Al cabo de tres generaciones
ya no sabíamos quienes éramos. Estábamos confundidos. Y la única salida a
esa confusión parecía ser huir hacia adelante, imitar al invitado:
correr, conquistar, vencer -y necesariamente derrotar a alguien (cuyos
hijos no olvidarían esa afrenta), acumular. En el fondo buscábamos
recuperar la confianza pasada en los ritmos tranquilos y naturales que
vagamente sabíamos que nos pertenecía, pero no hallamos otro camino que
anular la de los otros. Incluso las madres se contagiaban. Querían que
sus hijos (y no los de otras) fueran los más poderosos y así les
aleccionaban. Y claro, no había tiempo para condolerse, para sentir el
dolor. No había tiempo para nada porque el tiempo pedía más madera, lo
regía todo. Todo se estaba fragmentando por que todo se empezó a medir.
Nada se observaba por completo sino en fracciones de si mismo. Nos
habíamos fraccionado. No nos dábamos cuenta, pero estábamos aprendiendo a
funcionar por reacción, aprendiendo a batallar. Todo se medía en
función de las afrentas que debían ser resarcidas. Las bestias, antaño
hermanas y en perfecta simbiosis con nuestros ritmos, huyeron
despavoridas de nosotros. Tampoco ellas nos reconocían. Empezamos a
observar a nuestra casa como un recurso que explotar antes que un hogar
donde cobijarnos. Y la casa no se quejó. Aceptó su destino. No se
rebeló. Al contrario. Aceptó abrir sus venas y entregarnos su simiente,
su negro jarabe.
Pero un día la casa empezó a avisar de que su
tiempo de aceptación había terminado. Que su karma se había cumplido y
que iba a proceder a su refaccionamiento, pues el tiempo de las
fracciones había concluido y regresaba el de la unidad. Hacía falta que
recuperásemos la inocencia perdida para estar, de nuevo, abiertos a lo
inesperado, sin prejuicios, sin miedosa lo desconocido. Algunos
escucharon esa llamada de la Tierra y recordaron (religaron) con dolor
todos sus recuerdos, desandaron con su memoria renacida el doloroso
proceso de desarraigo que el visitante había producido. Y una vez
recordado el momento del violento cambio, aceptaron. Y dejaron de
batallar. Otros quedaron anclados a la deriva escapista. Y la Tierra se
cobró su peaje.
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