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lunes, 27 de mayo de 2013

La meta: la intuición (I)

 

Ese exceso de emociones desubicadas 'que no corresponden en determinados momentos y lugares' no es sino el llamado de atención de esa parte de nosotros a la que Carl Jung llamó 'el niño interno', ese niño/a cuyo miedo mutó en enfado. Enfado que el narcisismo irresuelto decidió rentabilizar desde la tiranía emocional de las pasiones. A los pragmáticos habitantes del hemisferio norte les pasó lo contrario (mejor dicho, huyeron en dirección opuesta): el calcificante y pragmático intelecto. Y ahí estamos. Intelectuales contra emotivos enzarzados en una frenética danza sin tregua. La solución? Está claro que es el equilibrio entre los dos hemisferios cerebrales. El camino para lograrlo: exorcizar el miedo inoculado a vivir. Regresar a la 'escena del crimen'. (eso, claro está, si recuerdas/intuyes que hubo tal crimen y deseas aceptarlo)
–¿Y cómo conseguir el exorcismo?
–Buena pregunta, pequeño saltamontes. El mero hecho que te cuestiones eso ya es el primer paso en la senda de su consecución. Quiere decir que das por asumido que un exorcismo, es decir, una catarsis debe tener lugar. Una sacudida no para sojuzgar, incriminar, estigmatizar...) sino que saque A LA LUZ lo que ha estado oculto en la oscuridad. Meter el dedo en una llaga duele. De igual modo es desagradable meterse el dedo en la glotis para provocar un vómito. Pero ¿acaso no es más incómodo condenar a perpetuidad la sensación de náusea, provocada por la sustancia tóxica que el organismo necesita expulsar? Esa náusea no es sino el sufrimiento que la humanidad arrastra desde tiempos inmemoriales. Y la catarsis necesaria para la sanación es la teraapia de choque de la que inevitablemente nos hemos hecho acreedores a base de postergar las periódicas visitas y mantenimientos (exámenes de consciencia) mentales. Como esos criminales que se hastían de ser más inteligentes que sus perseguidores, cuando la mentira nunca ha sido cuestionada, ella misma se encarga de quitarse la máscara para buscar lo que persigue: ser reconocida. Aquí están los cuatro jinetes de los tiempos de la revelación, lo queramos ver o no, desatados y campando a sus anchas desprovistos de la corrección con la que antes iban ataviados. Una hipócrita corrección de la que el inconsciente colectivo se está desembarazando, como si de una fiebre contenida se tratara. Síntoma de que el fin del reinado de la mentira se ha agotado.

Estamos siendo ayudados desde instancias de calado más vasto del que podamos imaginar desde la miníscula óptica de nuestras atrofiadas mentes. La ayuda está. La única responsabilidad que nos atañe radica en tomar las riendas de nuestras mentes. Y para eso hay que desalojar al único intruso capaz de generar toda la confusión en la que estamos sumidos, el acomodado invasor que mantiene okupada la sagrada cabina de mando la herramienta desde donde se opera con discernimiento. Y este okupa es el ego, el pretencioso y narcisista ego, la suma de nuestros pequeños yoes, nuestras personalidades. Su ocaso está teniendo lugar ahora. No tenía por qué ser de este modo, pero está visto que tenemos afición por las transiciones precipitadas.

 

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